POESÍA CHILENA DE HOY

(por Hugo Montes Brunet)

Chile, en remota semejanza con Grecia, tuvo el privilegio de ser acunado por un poema épico. La Araucana, de don Alonso de Ercilla y Zúñiga (1533-1594), acompañó su nacimiento, difícil y heroico, luego del abrazo guerrero de españoles y araucanos. Este halo poético, prolongado en el mismo siglo XVI por el Arauco domado (1596), de Pedro de Oña, y en la centuria siguiente por la Histórica relación del reino de Chile, del padre Alonso de Ovalle (1601-1651), pareció desvanecerse en los años siguientes.

Si bien dos forasteros intentaron restablecerlo -Andrés Bello (1781-1865) y Rubén Darío (1866-1916)-, el país llegó al filo del siglo XX antes con fama de República bien institucionalizada y de buenos historiadores que de poetas valiosos, según el juicio lapidario de don Marcelino Menéndez Pelayo en su célebre Antología de la poesía hispanoamericana. Como para desmentirlo, sin embargo, muy pronto surgieron las voces universales de Gabriela Mistral (1889-1956), Vicente Huidobro (1893-1948) y Pablo Neruda (1904-1973), dos de ellos reconocidos con el Premio Nobel de Literatura.

Su influencia en Chile es, por momentos, avasalladora. Directa o indirectamente los poetas chilenos más jóvenes dependen en no pequeña medida de ellos. Y de un cuarto que sería injusto omitir: Pablo de Rokha (1894-1967).

El halo brillaba de nuevo, sólo que ahora con un sesgo lírico. La épica, aunque renovada extrañamente en el Canto general (1950) de Neruda, quedaba atrás y cedía su lugar a la poesía lírica. Se trataba más de cantar que de contar.

Viven aún, felizmente, algunos de los grandes compañeros de la tríada universal recién nombrada. Son hombres más que septuagenarios que han prolongado con dignidad los caminos de la Mistral, Huidobro y Neruda. Vecino de éste, por ejemplo, en su interés por el paisaje sureño y por su identificación con la naturaleza es Juvencio Valle (1907). Más abstracto y más independiente de la tradición nacional inmediata, con una sólida formación filosófica y antropológica, es Humberto Díaz Casanueva (1906). Nicanor Parra (1914) ha puesto en órbita la antipoesía, desparpajada y libre, de lenguaje cotidiano, afirmada en la destrucción de las aseveraciones convencionales, por más sagradas que parezcan. Gonzalo Rojas (1917) evoluciona desde una postura tremendista y social a una creación brillante y profunda, alada, que pregunta con insistencia por el más allá. Roque E. Scarpa (1914) siguió de cerca en su primera etapa a los poetas españoles del 27, pero luego se independizó llegando a una creación propia de gran vibración humana y cristiana. Eduardo Anguita (1914) integró con Braulio Arenas, Teófilo Cid y Enrique Gómez Correa el grupo Mandrágora, de índole surrealista; fue el primer paso hacia una poesía más ceñida, de severo control idiomático, proclive al humor, cuantitativamente escasa.

De tantos nombres, todos ellos meritorios, justo es subrayar al menos el de Nicanor Parra, por el valor y la significación de su obra en la historia de la poesía de lengua española. En 1954 se publica por primera vez el libro que le daría celebridad: Poemas y antipoemas. Junto a textos de inspiración tradicional, neorrománticos si se quiere, contiene otros con un tono y un lenguaje sorprendentes, siempre fáciles de captar, a menudo cercanos al humor. Abunda en ellos el refrán, la frase hecha, el tópico convencional: "Señoras y señores... Para empezar... Pido que se levante la sesión... Vamos por parte... ". No faltan los regionalismos y las muletilllas; en fina, la antipoesía se da en una lengua que procede del decir cotidiano y coloquial. La procedencia libresca se evita cuidadosamente.

En 1969 el autor añade nuevos antipoemas a su producción y publica el libro Obra gruesa, expresión que no sólo alude a la magnitud del nuevo poemario, sino también a lo inacabado, y sin las terminaciones que pulen y de casas y edificios. Aparecen nombres propios de periódicos -"Últimas Noticias"- e instituciones -"Colo Colo", "Contraloría General de la República", "Zoológico"-, siempre por desacralizar y por bajar del pedestal lo elevado. Se va contra toda suerte de mitos. El mismo Yo lírico queda degradado:

¿Qué les dice mi cara abofeteada?
¡Verdad que inspira lástima mirarme!
Y qué les sugieren estos zapatos de cura
que envejecieron sin arte ni parte.

En materia de ojos, a tres metros
No reconozco ni a mi propia madre...

En vez de la tradicional mujer hermosa, "la mujer imposible,/ la mujer de dos metros de estatura". En vez de Dios todopoderoso, el Padre nuestro " que está en el cielo/ lleno de toda clase de problemas". Poesía que, como confiesa paladinamente el autor, bine pudiera no conducir a ninguna parte. Textos, sin embargo, que plantean las grandes preguntas del amor, la muerte, el más allá, la justicia social, etc., o sea, no hay superficialidad ni mal gusto, sino un intento poderoso por abordar las eternas cuestiones humanas desde una perspectiva poética distinta, renovada, contraria incluso a la tradicional; antipoética, en el decir entre serio y humorístico de Nicanor Parra.

A esta pléyade de autores nacidos hacia 1914, sucede un grupo de poetas que, sabiendo de la vanguardia y de la antipoesía, quiso correr caminos propios, a menudo más tradicionales y menos herméticos que los de la promoción precedente. Los más conocidos son Miguel arteche (1926) y Enrique Lihn (1928-1988). Justo, sin embargo, es mencionar a Efraín Barquero (1930), Pedro Lastra (1932), Rosa Cruchaga (1933), Armando Uribe Arce (1933), Jorge Teillier (1935) y José Miguel Ibáñez (1936). Nos ocuparemos, dada la índole y la obligada brevedad del presente artículo, sólo de los dos primeros.

Miguel Arteche es autor de una docena de libros; los primeros, muy magros y de escasa tirada; los de madurez, más amplios, más profundos, de temática más universal. Entre éstos se cuentan Solitario, mira hacia la ausencia (1953) y Destierros y tinieblas (1963). La poesía de Arteche nace de una visión religiosa del mundo. Dolor, muerte, alegría, amor, familia, naturaleza tienen un sentido que trasciende lo sensible y lo puramente temporal. Predominan las voces patéticas: "El frío", "Quevedo habla de sus llagas", "El Cristo hueco", "El niño idiota", son algunos títulos representativos de sus poemas.

El soneto "Gólgota" dice bien de esta religiosidad transida de sufrimiento:

Cristo, cerviz de noche: tu cabeza
al viernes otra vez, de nuevo al muerto
que volverás a ser, cordero abierto,
donde la eternidad del clavo empieza.

Ojos que al estertor de la tristeza
se van, ya se nos van. ¿Hasta qué puerto?
Toda la sed del mundo te ha cubierto,
y de abandono toda tu pobreza.

No sé cómo llamarte ni qué nombre
te voy a dar, si somos sólo un hombre
los dos en este viernes de tu nada.

Y siento en mi costado todo el frío,
y en tu abandono, a solas, hijo mío,
toda mi carne en ti crucificada.

Arteche, gran lector de poesía inglea, nortamericana y española, tiene un cabal dominio del idioma y del verso. Maneja con rigor todas las formas métricas, desde el versículo cadencioso y solemne hasta los versos de arte menor. Muchos de sus endecasílabos asonantados recuerdan la poesía de Gabriela Mistral, con cuyo patetismo, además, coincide, esencialmente. Quevedeano, por otra parte, es su sentido del tiempo, de la transitoreidad de cuánto está sujeto al paso de los años. Aunque claro y ahsta sencillo, Miguel Arteche es poeta profundo, algo aristoso, por momentos un tanto irónico, dado a ciertos simbolismos que cuesta penetrar. Así, en algunos de sus poemas más conocidos, "El agua" y "Cuando se fue Magdalena", por ejemplo.

En La pieza oscura (1963), Enrique Lihn nos deja una poesía audaz, de preguntas y afirmaciones fundamentales ("pido que me demuestren, una vez más, el valor de la vida"). Conocedor de la inseguridad de la vida contemporánea, el poeta se lanza a la aventura del arte y confía en la fuerza de la palabra poética. Es una vez más el intento de salvación por el arte preconizado por los grandes líricos franceses del siglo XIX. Ensimismado a la vez que agudo observador de la realidad circundante Lihn intenta superar con el poema los peligros de un aislamiento nihilista y del sinsentido de esa realidad. Con acierto un crítico escribió: "Lihn logra formular un universo poético de múltiples asociaciones y sentidos, dando cuenta con ironía y pasión de los avatares del tiempo contemporáneo y sus soterradas inetrrogantes" (Juan Armando Epple: "Nuevos territorios de la poesía chilena", en Ricardo Yamal: La poesía chilena actual, op.cit. p.58.). La profundidad original del pensamiento, el desparpajo parriano de su discurso, su manera independiente de enfrentar agudos problemas sociales y políticos han llevado a muchos poetas jóvenes a admirar y seguir cerca la poesía de Enrique Lihn.

De la complejidad poética del autor da buena cuenta su libro Al bello aparecer de este lucero (1983), título tomado de un verso de Fernando de Herrera. En él aparece el nacimiento del amor (evocación del correspondiente cuadro de Boticelli) y la destrucción del arte (evocación del ambiente de ciudad moderna: Nueva York), todo en una interacción compleja, barroca. El remate del libro expresa el desdoblamiento -disociación mejor- del hablante lírico:

............Leo estos versos como si fueran de otro
que nació y murió en mí por unos meses
de eso ya tan poco tiempo.
Pudo ser un vampiro y escribirlos con sangre
no porque haya cicatrizado la letra en el papel
ni porque aún me duelan , pero estoy agotado.
Sufro, seguramente, de anemia perniciosa.

("Post data")

Jorge Teiller, el más joven de los poetas del grupo generacional recién presentado -Generación del 50, según algunos críticos-, es un eslabón natural con la promoción siguiente, llamada con frecuencia Poesía Joven. La poesía joven ocurre básicamente en la década del sesenta y su continuidad se interrumpe violentamente con el golpe militar de 1973. Cuatro encuentros nacionales (1965, 1967, 1971 y 1972) y la publicación de las revistas "Arúspice", "Trilce" y "Tebaida", además -obviamente- de los libros correspondientes de poemas expresan a la nueva promoción que, como la del 27 en relación al 98, en España, no rompió con el grupo precedente. Por el contrario, ve en Lihn, Teillier, Arteche y otros, antecedentes valiosos que apoyan su propia creación. Los nombres de los nuevos poetas son ya bien conocidos, al menos en el ámbito nacional: Óscar Hahn (1938), Hernán Lavín Cerda (1939), Omar Lara (1941), Manuel Silva Acevedo (1942), Jaime Quezada (1942), Waldo Rojas (1943), Gonzalo Millán (1947), Juan Luis Martínez (1942), Federico Schopf y Floridor Pérez, poetas también, han sobresalido como críticos literarios. Los más de estos escritores fueron al exilio, y en el extranjero dieron a conocer y desarrollaron su poesía.

Es difícil caracterizar con rasgos comunes a tan vasto número de poetas, más si se considera que su creación continúa y que, en la medida de sus largos viajes por Europa y América, han recibido influencias muy diversas. Cabe decir, no obstante, que en general tienen una relación humana positiva, cordial, superadora de rivalidades y envidias tradicionales en muchos poetas chilenos anteriores. Son, luego, artiostas de acabado oficio literario, conscientes de su responsabilidad de prolongar una poesía de tradición rica. Oscilaron con frecuencia de lo que se llamó una actitud lárica -mundo de leyendas, interés por la vida menor de la aldea, fraternidad y sencillez de la realidad provinciana- al interés citadino, por la gran ciudad.

Óscar Hahn es profesor universitario, crírtico, editor y poeta de personalidad acusada. Aunque no prodiga su creación, es autor ya de varios libros, como Esta rosa negra (1961), Agua final (1967), Arte de morir (1977), Mal de amor (1981), Imágenes nucleares (1983) y Flor de enamorados (1987). En su poesía, ha dicho recientemente un crítico, se recrean motivos medievales y se oyen ecos de la poesía española del Siglo de Oro. Con imágenes deslumbrantes, el poeta chileno personifica a la muerte y presenta la relación directa entre la muerte y el amor. Su reconciliación de giros barrocos y expresiones del lenguaje colonial marca a Hahn como una de las voces más originales de la poesía hispanoamericana contemporánea (Martha Ann Garabedian: "Entrevista con Óscar Hahn", en Revista Chilena de Liteartura, Nº 35 -abril 1990-, pp.141-147; la cita es de la p.141).

Estamos una vez más ante un poeta culto, muy responsable de su palabra, con formación española y francesa, admirador de la gran Vanguardia -Apollinaire, Huidobro-, sin prisa para escribir ni para publicar. Veinte años tardó en la elaboración de sus primeros tres libros, de raíz señaladamente literaria. Mal de amor, en cambio, parece corresponder a experiencias más personales y a una escritura de menor mediación libresca, sin perjuicio de la extraordinaria perfección de sus versos, muchos de los cuales se enmarcan en la métrica tradicional. Este hecho, entre otros, distingue al autor de sus compañeros de generación. También , la concisión casi epigramática de algunos de sus textos, por ejemplo del titulado "A mi bella enemiga", que consta sólo de cuatro versos:

No seas vanidosa amor mío
porque para serte franco
tu belleza no es del otro mundo
Pero tampoco es de éste

El breve poema mezcla curiosa y acertadamente influencias de dos poetas que encabezan líneas antagónicas en la poesía hispanoamericana contemporánea, Parra y la antipoesía y Ernesto Cardenal y el exteriorismo. Es la postura ecléctica, amplia, universal de Óscar Hahn, que quiere trascender escuelas, procedencia generacional y cualquier suerte de amarras externas en su tarea creadora. Además, ésta aprovecha elementos pictóricos, cinematográficos, escultóricos, tecnológicos, etc., de antes y de ahora.

Nacido en 1951, casi veinte años después que Óscar Hahn, Raúl Zurita emerge en la novísima poesía nacional con personalidad desconcertante, singular. Cierto ausentismo de los corros literarios corrientes, gestos autobiográficos insólitos, la misma parquedad y la presentación distinta -desde el punto de vista gráfico- de sus escritos, han contribuido a formar una suerte de mito en torno de su figura humana y literaria. Es cierto que con el transcurso del tiempo las cosas se van decantando y que hay harta distancia entre el iconoclasta escritor de poemas en el cielo de Nueva York dirigidos a los chicanos y el flamante agregado cultural a la embajada de Chile en Italia. Como sea, el poeta está envuelto en un aura que separa y atrae al mismo tiempo, gesto que corresponde de alguna manera a su misma poesía. Como la de Mallarmé, está destinada -nos parece- a permanecer más o menos enclaustrada en ámbitos de excepción, exquisitos; difícilmente va a ser poesía popular. Su influencia, que vaticinamos de importancia, ocurrirá desde su misma situación selectiva. Nada más lejos, desde esta perspectiva, que el fenómeno Neruda o el fenómeno Parra tan proclives al contacto directo con círculos muy amplios de lectores y admiradores.

Anteparaíso (1982) es libro clave en la obra de Zurita. Nada cuesta ver en él un afán descriptivo de cordilleras, aires, desiertos de Chile. Pero poco ha captado quien permanece sólo en ese afán. Se podría decir que hay un realismo selectivo en este encuentro con el país. También -y sería mejor- que hay un paradójico realismo ideal en que las cosas son y no son como aparecen. Carmen Foxley lo ha dicho bien:

"Lo más interesante es que la imagen representa no un estado de cosas efectivo del mundo, sino describe también un estado posible del mundo, una situación condicional, previsible, o un estado de cosas efectivo. Describe un espacio físico que es probable que haya sido, esté siendo, que fuera o pudiera haber sido o que será. En fin, la imagen adopta todas las facetas imaginables, las que a pesar de su inestabilidad concretan una imagen borrosa pero verosímil del universo representado". (Carmen Foxley: "Raúl Zurita y la propuesta autorreflexiva de Anteparaíso", en R. Yamal: La poesía chilena actual, op.cit., p.269).

Es que el autor ve lo que necesita ver. Es él quien determina la visión de las cosas. Éstas no se imponen, sino están a su servicio para la elaboración de un mundo que se construye con el lenguaje. Poema de palabras, no de objetos ni de ideas o ideologías. Aunque el término resulte anticuado, poema puro, en el sentido de depurado, querido, artístico. La obra se elabora con muchas negaciones y con una búsqueda a veces angustiosa de lo que pudo y debió ser. Poemas como "Pastorales" y "Utopías" expresan ya en los títulos esta ansia de lo que no hay y quizás nunca podrá haber.

En Canto a su amor desaparecido (1985), Raúl Zurita asume una actitud clara y definida frente a los excesos políticos de las dictaduras. En un lenguaje fuerte, denuncia, solidariza, lamenta, protesta, canta. Es una su3erte de cantata a varias voces de vivos y ausentes, de víctimas y victimarios. Comienza así: "Canté, canté de amor, con la cara toda bañada canté de amor y los muchachos me sonrieron. Más fuerte canté, la pasión puse, el sueño, la lágrima: Canté la canción de los viejos galpones de concreto. Unos sobre otros decenas de nichos los llenaban. En cada uno hay un país, son como niños, están muertos". Con juegos de palabras, gráficos, cambios de tipos de imprenta, el autor lleva a concordar la pluralidad de los horrores cantados y los múltiples recursos formales que los expresan. Es libro distinto, experimental por momentos, pero de honda densidad humana.

Avanzando en la cronología se encuentra a otro poeta chileno de relevancia: José María Memet (1957). Nació en Argentina, pero lo más de su vida la ha pasado en Chile, país en el que se nacionalizó (1970). Estudió en Temuco, la ciudad del sur en que también estudiara Neruda; luego, varios años en Santiago, largo exilio en Francia y regreso a Chile. Poeta parco, de obra escasa: Bajo amenaza (1979), Cualquiera de nosotros (1980), Les gestes d'une autre vie (1984).

El primero de estos libros indica con precisión la temática y -mejor- la visión del mudno del autor. La dictadura y la pobreza ponen en peligro la vida humana. El hombre crece en la precariedad, en la inseguridad, en la desesperanza. La sociedad está amenazada de muerte. Su entorno es sórdido. Ni la niñez escapa a esta situación negativa. Un texto resume patéticamente:

En esta calle
Ha caído un niño
Fue de vejez.

Pero hay solidaridad. En el centro de la historia y en medio de los hombres, un hombre como cualquiera dio la vida por los demás. De ello hablan los "poemas crucificados", fuertes, hondos, religiosos y enormemente humanos a la vez. El Dios de Memet repara estrellas con las manos heridas y manchadas de grasa, se deja crucificar hoy día, igual que ayer. Va a las fábricas, entra en als cantinas, es explotado, sufre como todos:

...........En el restaurante de la esquina
Un hombre de baja estatura
Trabaja 15 horas diarias
Tiene cuatro hijos
Trapea el piso
Le saca brillo a las cucharas
Lava los platos
Se encarga de limpiar los baños.
Tiene 33 años. Se llama Jesús.
Y sus zapatos se están rompiendo.
En la madrugada
Cuando llega a casa
Se echa polvos de penicilina
En los hoyos de las manos
Y en los hoyos de los pies
Porque la pus sale lentamente de sus miembros
Como si lo estuvieran matando
Como si lo estuvieran despidiendo.

Es una poesía social, de denuncia y de rebeldía. En esperada consonancia, el lenguaje es simple y de comprensión fácil, las imágenes se alejan del hermetismo. Poesía no experimental, sino de resonancia personal y ribetes históricos y hasta circunstanciales, más cerca de la sangre que de la tinta, si se me permite citar a García Lorca.

Paz Molina, Isabel Gómez, Sergio Mansilla, Gonzalo Santelices, José Christian Páez, Andrés Morales, David Preiss prolongan esta pléyade de poetas chilenos que recién en la década del ochenta han dejado oír sus voces. Aunque promisorias y, a veces, bien logradas, requieren de más tiempo para definirse. Y el comentarista requiere de una perspectiva temporal mayor para calificarlas, clasificarlas, analizarlas. En todo caso, basta todo lo anterior para asegurar sin exageraciones que la lírica chilena tiene gran calidad.

El siglo XX, que ya concluye, será el siglo de la poesía en la historia cultural del país.

 

(en diario El Mercurio, domingo 31 de mayo de 1992, págs. E14-15.)

 

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