Arteche. Fuga a dos voces

(por Jaime Blume Sánchez)

1. ARTECHE

Clásico y moderno, maduro y juvenil, duro y tierno, dubitativo y creyente, amplio y selectivo, comprensivo e intransigente, Arteche -se diría- goza de su soledad dentro de las letras nacionales y le duele -pensamos- el silencio que en ciertos ambientes pesa sobre su producción poética.

Más conocido de nombre que de lectura, de pronto es noticia por una actitud de inútil valentía -valiosa porque inútil-. Mientras la producción ininterrumpida de poemarios y novelas es recogida con satisfacción por los que siguen su trayectoria, parte importante del público se queda sólo con las noticias del funcionario, diplomático o periodista Arteche, ignorante de aquella otra dimensión que más interesa a nuestros propósitos: su dimensión poética.

El ensayo que aquí presentamos busca ser una aproximación a su poesía a partir de la polaridad que la recorre y que de alguna manera pareciera ser proyección de un ser, como Arteche, hecho de contradictorios pedernales y ternezas.

2. POLARIDAD Y TENSIONES

El presente estudio apunta estrictamente al elemento poético del autor, dejando de lado su producción novelística, escasa pero valiosa. Dentro de la dimensión poética escogida, la atención se centrará sobre obras que, de alguna manera, cubren un espacio importante de la producción del autor: Solitario, mira hacia la ausencia (1949-1952), Otro Continente (1954-1955), Antología de 20 años (1950-1970), realizada por Hugo Montes, Noches (1965-1975), Antología (inédita), La extrañeza de ser americano (1960), ensayo, y "Los ángeles de la provincia", en El niño que fue (1975).

Una lectura detenida de estas tres obras deja de manifiesto la pluralidad restringida de temas que lo obsesionan. La ausencia, la noche, el amargo amor derrotado, el sueño de un vellocino de oro, el otoño y la muerte son los hilos con los que el primero de los libros mencionados está tejido. América y su doble dimensión terrena y espiritual es el tema del segundo. El tercero recoge, un poco de todas partes, personas y cosas debatiéndose en y más allá del tiempo y del espacio (H. Montes, 1971, p. 12).

Los temas son recurrentes, y el universo que abarcan, circunscrito. El mundo ceñido y acotado de Arteche no implica pobreza de perspectivas, sino voluntario ascetismo, que procede por la vía del recorte antes que por la de la acumulación. En esta línea, no es gratuito el que uno de sus libros antológicos se titule Resta poética.

Tenemos, entonces, un repertorio residual de asuntos y motivos, repertorio que suple con agudeza de mirada e intensidad lírica lo que podría parecer indigencia creativa. Aún más, esos mismos pocos temas rescatados de una posible exuberancia poética se estructuran de acuerdo a un esquema frecuente y reiterado, según el cual lo que se afirma en un momento se reconsidera en el que le sigue. Se crea, así, una polaridad de fuerte tensión dinámica, que hace que la esfera poética de Arteche se resuma en un juego de antagonismos contenciosos. Ello explica el que después de leer parte no despreciable de su obra, uno se quede con la sensación de haber recorrido varias veces el mismo camino, pero a distintas horas. Los árboles y las montañas están donde siempre, pero iluminados por soles distintos.

De acuerdo con lo dicho, la poesía de Arteche aparece caracterizada por un proceso de concentración creciente, que reduce la ya brevísima panorámica temática a una más breve estructuración formal, en virtud de la cual ciertos elementos aparecen referidos a correlatos distintos. El binomio mítico de Orfeo y Dulcinea, por ejemplo, se prolonga en el juego metafórico río/mar, en la confrontación Quijote/Cristo, en la doble cara tiempo/eternidad, en el vaivén viaje/llegada, en el cruce de caminos muerte/vida, o en los ramales bifurcados de la patria grande/patria chica.

El hecho de constatar la existencia de este procedimiento de dicotomía divergente, que hemos denominado bipolaridad, no basta ciertamente para explicar el valor de la poesía de Arteche. Dicho procedimiento sólo constituye la plataforma que condiciona y hace posible el que entre ambos polos surja una dialéctica de tropismo acelerado, con cadencias, ritmos y compases de alta significación. Es justamente en esa fuerza tensionada donde se esconde parte del sentido más profundo y valioso del pensamiento poético de nuestro autor. Descifrarlos es el propósito de las líneas que siguen.

3. DOS MITOS: ORFEO Y DULCINEA

Al hablar de mitos ("mythos"), nos referimos a ese modo helénico de pensamiento, antitético del "logos", modo que, por estar dirigido ala imaginación antes que a la razón, no postula otra verificación que la que se deriva de su propia belleza y fuerza persuasiva. Esta forma de pensamiento no racional fue capar de fundar un universo distinto, gobernado por otras leyes, poblado por otros seres y manifestado en epopeyas, lirismos corales, tragedias, tratados filosóficos e historias. (Cf. P. Grimal, 1973, pp. 96 y 97).

En este mundo gobernado por la imaginación, el mito deroga la distancia que separa lo celestial de lo terrestre, situación que permite establecer una continuidad entre las divinidades primordiales, los demonios del mar y de la naturaleza, los olímpicos, los héroes y los mortales. La fastuosa mitología griega, tan detallista en la descripción de las genealogías y peripecias divinas, mantiene un nexo indestructible con el hombre y su verdad, lo que constituye uno de sus rasgos más característicos, al tiempo que permite asedios a la realidad humana, de gran perspicacia y hondura.

3.1. El Mito de Orfeo

Entre estos asedios, destaca una leyenda tracia conocida con el nombre de mito de Orfeo. Rey y cantor, la música de Orfeo encanta a árboles y plantas y endulza el alma ele los hombres más feroces. Muerta su amada Eurídice, desciende a los infiernos para rescatarla del tenebroso reino subterráneo. Ya a punto de lograr su intento, duda de si la mujer que lo sigue es su esposa. Desafiando las órdenes de Hades, se da vuelta para cerciorarse de la identidad de la joven, lo que provoca su segunda muerte y la agobiante soledad del hijo de la Musa Clío. (ibid., p. 185)

El mito de Orfeo ha servido para ilustrar la fuerza del amor y la capacidad del amante para desafiar los máximos peligros con tal de reconquistar a su amada. Tal posibilidad se deriva de la naturaleza misma del mito y de los elementos narrativos que encierra. Pero más allá de esta aplicación evidente, existe una dimensión teológica y filosófica que también está presente en el mito, una cosmovisión de alcances aún no bien precisados.

No obstante el hecho de que una construcción mítica como la señalada conserve zonas oscuras que la hermenéutica no ha resuelto del todo, queda, sin embargo, la conciencia de que el mundo de lo terreno corresponde una subterránea réplica invertida, sin la cual la realidad visible queda incompleta (A. Eliot, 1976, pp. 112 ss.). Dentro de este esquema, el amor alcanza su dimensión plena sólo cuando logra asomarse a ese ámbito especular desconocido. Es lo que se esconde, sin agotarlo, en el mito de Orfeo.

Lo dicho constituye sólo una de las posibilidades significativas del mito. Según cuál sea la vertiente que él siga en su desarrollo, el viaje al abismo tenebroso implica el deseo de conocer la suerte futura del hombre, la prueba de una virtud y fuerza superiores del héroe, la creencia en el dualismo cósmico, la lucha de la luz contra las tinieblas, la esperanza de una vida después de la muerte, la resurrección de la naturaleza después del invierno, el desafío al orden establecido por los dioses, la demostración más cabal de la fidelidad hasta la muerte, la mirada profética al futuro, la derrota de Satanás registrada en los himnos cristianos pascuales elaborados a partir del siglo IV, el rescate de los que ya murieron, la exhortación a llevar una vida edificante, la descripción del combate que se establece entre vicios y virtudes, la expresión del afán aventurero del hombre, la ocasión de un desarrollo escénico en las representaciones dramáticas y operáticas, y la difamación literaria de los enemigos y rivales.

Como vernos, en torno al motivo del descenso al infierno se dan la mano concepciones cristiano-orientales y de la antigüedad clásica, abarcando infinidad de variantes que no sólo dicen referencia a temas literarios o religiosos, sino que alcanzan incluso a disciplinas tales como el psicoanálisis o la filosofía existencial. (Cf. Elizabeth Frenzel, 1980, pp. 390 ss.).

La rápida mirada que hemos dado al mito de Orfeo y a sus implicancias significativas nos sensibiliza frente a un poema de Arteche, que convoca a varios de los elementos anotados. Se trata de "Recuerdo bajo la lluvia":

Bajo la noche, bajo las grandes avenidas
de la noche, caminando y pensando,
por el otoño derramado de las calles,
¿no sentiste crecer en tu entraña
la cancerosa planta del recuerdo, los días
desvanecidos, los rostros desolados, tu tierra
mágica y perdida y el murmullo
de la vida extranjera que rodeaba
todo el mundo imposible del regreso?
Entonces, en la noche, cuando el viento
se cubre de tormenta, por las calles
solitarias de la noche, caminando,
pienso en ti, tierra,
mientras se atropellan
las bocanadas melancólicas de un viento
que ya no es mío, que viene de un pasado
definitivamente ausente.
¡Recordar, recordar, y estar alimentado
y corroído por la pena sin regreso del tiempo;
mirar hacia los cielos brumosos y sentir
que algo te llena de improviso y recuerdas
el tiempo ya pasado! ¡Recordar, y la nube
que se deshace rota; el río que en la noche
al llegar a la mar encuentra su destino;
el paso que en la calle desvanecen los ruidos
del tranvía, y la ausencia del tranvía en la noche
una vez que ha pasado! ¡Recordar, y el cabello
que se deshizo huyendo hacia un violento olvido,
el amargo abismo de los brazos
de la mujer; y en la noche
el huracán de cuerpos abrazados,
el cuello roto por el deseo, todo
el amor que yace sepultado, los días
que escapan, las raíces sedientas
que muerden los pechos de los amantes muertos,
y por los vagos caminos de la noche
los papeles escritos que vuelan: la estéril
fecundidad de las palabras saliendo
del nido de la imprenta, y al fin de la distancia
los papeles que llevan palabras y palabras!
¡Oh tierra solitaria, cuando vuelva
a tu inmortal regazo, cuando acabe
nuestro vagar por tierras desoladas,
haz que las raíces más profundas
del más alto de tus árboles
se hundan en nuestros pechos olvidados,
para que, gloriosa y refulgente,
la madrugada vuelva a cantar en nosotros!

(Arteche, 1971, p. 21)

El poema constituye un evidente homenaje al Neruda de "Del aire al aire", no sólo por el caminar por calles y avenidas, pisando las hojas del otoño, sino por las "raíces sedientas . . . que se hunden en nuestros pechos olvidados". Pero lo que en uno significa el cosquilleo tenso previo al encuentro con Machu Pichu y con la vieja raza enterrada en sus entrañas, en Arteche implica el rescate de un amor, sepultado en olvido, pecho y tierra.

Se trata, a no dudarlo, de un descenso a los infiernos, recinto nocturno que para el poeta es un "amargo abismo", habitado por seres tenebrosos ("raíces sedientas que muerden los pechos") y donde "el amor . . . yace sepultado". La esperanza de que la aventura de rescate termine con el triunfo del héroe (". . . la madrugada vuelva a cantar en nosotros") no basta para disipar la desazón profunda que se transparenta en el poema. Es que el juego dialéctico establecido por los polos descenso/ascenso no apunta necesariamente a una síntesis representada por la horizontal (posesión pacífica del amor), sino a un equilibrio inestable o a una simple tregua en medio de un intento que jamás termina.

3.2. El Mito de Dulcinea

Conectado con el mito de Orfeo, el de Dulcinea privilegia el factor femenino, factor que en el primero quedaba reducido a un lugar secundario en relación con el papel protagónico que en él juega el varón. Sin caer en el simplismo de suponer que Dulcinea es la versión femenina de Orfeo -como lo es, por ejemplo, Electra con respecto a Edipo, en la línea de los complejos- no hay duda de que ciertos elementos que se dan en un mito los encontramos, con algunas variantes, en el otro. Por de pronto, ambos exigen que el héroe salga en busca de la mujer amada, ya sea descendiendo a los infiernos (Orfeo), ya dirigiendo sus pasos al lugar donde vive la dama de sus sueños (Dulcinea). El hecho de tener que emprender un viaje abandonando lo propio implica el desplazamiento del centro de gravedad desde el hombre hacia la mujer, lo que, a su vez, comporta un cambio en la cosmovisión comprometida: el hombre ya no es el eje hacia el cual converge la creación (CID/Ximena), sino la mujer (DULCINEA/Quijote), suma de la perfección buscada.

Detrás de semejante revolución copernicana existe, ciertamente, el lento trabajo del cristianismo en su lucha por redimir a la mujer de la condición de cosa o de "accidente de la naturaleza" (Sto. Tomás de Aquino) a la que en un momento estuvo reducida. Expresión de este intento es la exaltación que, en la figura de la Virgen María, sufrió la mujer, en una época en la que la relajación de las costumbres que se siguió ala crisis del Imperio Carolingio alcanzaba límites peligrosos.

La caballería sacude el polvo acumulado sobre los ideales heroicos del señorío germánico, enriqueciendo la hazaña, la desmesura, la conquista y la gloria con un ideal que trasciende al individuo. "La conquista del Santo Sepulcro, la defensa de la fe, la destrucción de los herejes surgidos en el seno mismo del mundo cristiano" son elementos que ensanchan el estrecho marco que prevalecía en las luchas señoriales (José Luis Romero, 1963, p.148). Signo de esta superación ideal lo constituye el modo como los nuevos tiempos definen a la mujer:

"Sin duda, además de la influencia musulmana, fue la de la Iglesia la que contribuyó a enaltecer la significación de la mujer, con cuyo predominio aparecieron costumbres y formas de vida muy diversas de las que antes prevalecieran. Leonor de Aquitania, la protectora de Bernard de Ventadorm, María de Champagne, la inspiradora de Chrétien de Troyes, y tantas otras damas nobles proporcionaban el ejemplo de cómo organizar una forma de convivencia más delicada que la de los varones mitad guerreros y mitad salteadores. Ellas representaban el espíritu, la gracia, y sobre todo el primado del amor, amor terreno sublimado en el que se reflejaba el amor divino. A su alrededor, el héroe se transformaba en caballero cortesano y sus virtudes dejaban de ser solamente las del puro valor viril para combinarse con las del espíritu. Elegancia, gracia, finura eran prendas que brillaban tanto en el caballero como su habilidad o su fuerza en el combate o en el torneo. Artús o Lancelot comenzaban ahora a ser los modelos predilectos de los caballeros, como en otro tiempo el fiero Roldán". (Ibid., p. 151).

Para llevar a buen término esta lucha por la dignificación de la mujer -de cuya deteriorada imagen prevalente en la época dan fiel testimonio los "fabliaux" medievales- la Iglesia contaba con la figura de la Virgen María, paradigma supremo de las alturas a las que una mujer podía aspirar.

La incorporación de la Madre de Dios al estrato superior de la familia femenina sirve para completar un registro jerarquizado en el cual es posible distinguir tres tramos fundamentales: la mujer de carne y hueso, la mujer idealizada y el modelo sublime.

Esta visión estratificada de la mujer corresponde a una realidad histórica y a la conciencia de los artistas referida a dicha realidad. Prueba de ello la constituyen las modalidades diversas que van asumiendo las obras literarias a medida que los tiempos van determinando distintas concepciones del hombre y del mundo. En este sentido, es de sobra conocido el camino que va de la epopeya de los primeros siglos de formación de las lenguas romances al género paralelo "en prosa lisa y llana", que contiene "acontecimientos más comunes y recientes" (Paul van Tieghem, 1951, p. 47). En lo que a la mujer se refiere, es posible seguir esta evolución en ciertos monumentos literarios en los cuales la figura de la mujer se ve afectada por ópticas distintas de consideración. Así por ejemplo, la leyenda de la religiosa que abandona el convento y que es reemplazada por la Virgen Santísima es tratado con realismo pero con profundo sentido religioso en la versión latina del monje Cesareo de Heisterbach (S. XIII), tradición que es retomada por Alfonso X, el Sabio. Otras incursiones menos piadosas en el mundo de la mujer tironeada por la doble atracción de la virtud y la relajación las encontramos en el "novellino" florentino de fines del siglo XIII, en el Decamerón, de Boccaccio (1313-1375), y en sus imitaciones en Francia y España, que culminan con la obra maestra de Fernando de Rojas (1475-1540), La Celestina.

Los otros géneros arriba mencionados constituyen la vena humanizada, jocosa, escabrosa o licenciosa de relatos que de alguna manera se preocupan de la mujer y de su proceder mundano. La otra vertiente está dada por la novela caballeresca, nacida de las novelas cortesanas versificadas. En ella, la nota predominante es, junto con las quiméricas aventuras caballerescas, la del "servicio amoroso", actitud que coloca al caballero de rodillas frente a su dama, prisionero de rendido amor. En esta línea se inscriben los "Amadises", nombre genérico con que se designa a toda "una familia de caballeros irreales, héroes de proezas maravillosas y de tiernos amores" (ibid., p. 51), y cuyo último retoño será el Quijote de Cervantes. Es en esta modalidad literaria donde la figura de la mujer alcanzará el perfil más fino e idealizado que se registra hasta ese momento.

En la concepción de mujer que hemos presentado, nos hemos preocupado de precisar el aporte que la influencia cristiana -expresada ésta última en algunos momentos literarios- significa en el esfuerzo por asegurarle integridad e incorruptibilidad crecientes. Dicho esfuerzo es coincidente con ciertos elementos detectables en el modelo de desarrollo psíquico elaborado por Freud y sus seguidores.

El recurso a la psicología no es gratuito. El juego de acción interpersonal entre el hombre y la mujer es, en parte, un problema de índole cultural, que compromete mecanismos de sensibilidad, percepción, actitudes y comportamientos fuertemente marcados por lo psicológico. Ello justifica el que en un análisis del mito de Dulcinea se consulten ciertas categorías del espíritu que los expertos manejan.

M.L. von Franz, comentando los trabajos de Jung, su maestro (Carl G. Jung, 1979, p. 160), pretende que la vida onírica no 'se agota en la economía psíquica inmediata del individuo, sino que afecta ala vida considerada como un continuum, cuyo sentido último consiste en un "proceso de individuación". En el corazón de este proceso es posible detectar un "átomo nuclear" (Grecia:daimon; Roma:genius), desde el cual se esbozan, organizan y reformulan los diversos aspectos de nuestra personalidad.

Esta personalidad no es transparente; hay zonas de "sombras", que representan, en términos de figuras personificadas, aspectos inconscientes de la personalidad. Con frecuencia, estas "sombras" contienen "valores necesitados por la conciencia, pero que existen en una forma que hace difícil integrarlas en nuestra vida". (ibid., p. 170). Ello ocurre porque en muchos casos la parte consciente de nuestra personalidad rechaza impulsos cargados de egotismo, pereza mental, fantasías, intrigas, negligencias, cobardías, decisiones erróneas o propósitos indeseados.

Aunque lo dicho ofrece apoyos sugestivos para un adentrarse en el conocimiento de la estructura de la psiquis, no constituye la totalidad del modelo psíquico que está en juego. En efecto, según M.L. von Franz, junto a la "sombra" suele emerger otra "figura interior", conocida con el nombre de "anima", personificación femenina del inconsciente masculino en áreas tales como "vagos sentimientos y estados de humor, sospechas proféticas, captación de lo irracional, capacidad para el amor personal, sensibilidad para la naturaleza y -por último pero no en último lugar- su relación con el inconsciente". (Ibid., p. 177).

Con frecuencia el "anima" adopta la forma de la madre absorbente e impositiva, de una "femme fatale", de sirenas que arrastran con sus cantos, de brujas malévolas o de prostitutas seductoras: en una palabra, cualquier mujer dotada de una autoridad misteriosa, que utiliza para atraer a su víctima y destruirla con sus encantos y maleficios.

Lo dicho constituye una de las posibles caracterizaciones del "anima". La otra vertiente está dada por la figura de la "hada madrina", personaje que inspira y promueve los buenos deseos, los valores elevados y las metas sublimes. Es la Beatriz del Dante, la dama de los caballeros, la Dulcinea de Don Quijote, la Virgen Santísima de los místicos.

La rápida visión que hemos dado de ciertos presupuestos literarios y la confirmación que se obtiene de determinados aportes psicológicos contribuyen a clarificar los alcances que se derivan del mito de Dulcinea. Con estos antecedentes a la vista es posible leer con nuevos ojos un singular poema de Arteche, en el que muchos de los elementos anotados aparecen transformados en material poético de innegable belleza:

LA ENCANTADA

"La encantada, la ofendida,
la tocada y trastocada,
la que a mí me mudaron
como árbol sin hojas,
como sombra sin cuerpo.
Dios sabe si es fantástica o no es fantástica,
si en el mundo se encuentra o no se encuentra.
La que veo y se esconde,
la que los niños siempre miran,
la que jamás verán los mercaderes,
la que aparece
y desaparece.
La que conmigo muere
y me desmuere.
La visible,
la invisible
Dulcinea".

(Arteche, Ibid., p. 73)

Creemos que lo que llevamos dicho del mito de Dulcinea nos exime de un comentario más detenido. Interesa, sin embargo, y a título de simple registro, consignar la polaridad evidente sobre la cual se estructura el poema y la tensión dinámica que brota de dicha polaridad. Es justamente en esa descarga de energía en donde se da la densidad y el espesor humanos de la poesía de Arteche.

Más adelante, trataremos de determinar el alcance de estos valores antropológicos. Por el momento nos limitamos a señalar el hecho de que, más que de un simple recurso estilístico, la polaridad, ha pasado a constituirse -ella misma y al margen de las diversas formas concretas que pudiera asumir- en una metáfora obsesiva, indicadora de un mundo psíquico-poético de misteriosa resonancia.

4 DOS METAFORAS: RIO Y MAR

Un registro superficial de las metáforas utilizadas por Arteche deja rápidamente al descubierto el restringido repertorio de símiles que maneja el poeta, aunque quizás sería más exacto hablar de infinitas variaciones sobre unos pocos temas recurrentes. Entre estos últimos, las imágenes del río y del mar -y la ya célebre del río que desemboca en el mar "que es el morir"- constituyen parte importante del elenco de tropos de los cuales se vale el poeta. En torno a ellos se agrupan giros, visos y estampas que tocan el corazón del sentir poético de Arteche.

4.1. El Río

Desde el punto de vista de la exterioridad de la imagen -aquella exterioridad que puede fabularse al modo de un argumento de ficción-, existen aspectos que se agrupan de acuerdo a afinidades y analogías visibles. Una de estas analogías de conjunto dice relación con el carácter fluyente al que la imagen de río va unida. Acciones como las de manar, surtir, rezumar, destilar o discurrir constituyen una verdadera constelación semántica organizada en torno a dicha imagen. Excepcionalmente el río podrá detenerse ("Te detuviste ayer, lentísimo, indolente, /Tajo, como los rojos tragos amorosos/ y aquellos otros tragos con ayeres". Arteche, 1953, p. 113), o petrificarse con la música helada (". . . los ríos de piedra / de la música helada. . .". Ibid., p. 134), pero la norma está determinada por la mudanza ("Fluye, fluye, río, fluye mientras termino mi cantar". Ibid., p. 48), la fuga (". . . coloca entre los cuerpos los ríos fugitivos . . .". Ibid., p. 45), la carrera (". . . en la noche los ríos corren siempre". Ibid., p. 30), el rodado (". . . y sólo el río se oye / rodar bajo la noche''. Ibid., p. 61), y el arrastre (". . . el río arrastra todo". Ibid., p. 125), la transhumancia ("fluye, río, . . . mientras te preparas a partir". Ibid., p. 139) o el viaje ("... en el río vas al mar". Arteche, Op. Cit., p. 44). En definitiva, sin movimiento no hay río, como tampoco hay vida -ni muerte-, ni tiempo, ni eternidad.

A nivel de corteza exterior y fachada, entonces, el río se asimila al movimiento y sufre sus avatares de fluencia, caída, aceleración y reposo una vez alcanzado el fin que persigue. Detectar en el poeta el carácter dinámico del río es el primer paso para poder ahondar en el significado de dicha condición lábil y cambiante.

Según tendremos ocasión de analizar más adelante, el movimiento es signó y condición de vida, entendida ésta no tanto en un sentido botánico cuanto en su dimensión humana. Y para el hombre, este movimiento que se llama vida se especifica por dos objetivos: el amor, en cuanto situación circunstancialmente planificante, y la muerte, en cuanto término de toda subsistencia: ". . . en el principio de tu amor / un abismo de soledades y de muertes" (Arteche, Ibid., p. 90).

Existe un texto particularmente ilustrativo en esto de asignarle al río destinos de amor y muerte. Se trata de "Sobre Venecia a la madrugada" (Ibid., pp. 90-93). En un clima poético que recuerda de cerca la fuerza quebradiza de los Veinte poemas de amor, de Neruda, Arteche exclama:

¡Qué madrugada llena de todo lo posible
y los posibles ríos del amor qué lejanos!.

Para concluir más adelante:

Tú sabes que las vidas son hojas, que la lluvia
crece en las hojas, lleva sus sienes silenciosas,
que es cierta la costumbre de la muerte y el río
de la muerte, y es cierta la fuga de las rosas".

La trinidad agua-amor-muerte es de noble tradición mítica. Leo Frobenius, en su African Genesis, recoge un relato sobre la creación según el cual el primer hombre, Mwuetsi (:luna) es llevado por su Creador al fondo de un lago y, luego, a la tierra fría y desierta. "No había animales y tampoco árboles. Erró largo tiempo. Finalmente invocó a Dios.

-¿Cómo podré vivir aquí? -le preguntó. Y Dios le respondió que era demasiado tarde para regresar.

-Has iniciado un camino al final del cual te aguarda la muerte. No obstante, para que te sea más placentero, te daré una persona de tu misma especie.

En el momento apareció una doncella, Massassi, el lucero del alba. Fue con Mwuetsi al interior de una caverna. Encendieron un fuego y se acostaron uno a cada lado de la hoguera" (C.G. Jung. Ibid., p. 89).

Esta versión africana de la creación, una de las tantas que surgen en todas las latitudes del mundo, nos ayuda a comprender que el hecho de juntar en una misma peripecia río (agua), amor y muerte no es el fruto del azar ni menos una frivolidad poética, trivial y huera. Hay una resonancia significativa que acorta distancias de tiempo, espacio y cultura entre un brujo Wahungue Makoni, informante de Frobenius, y Miguel Arteche. Entre ambos, sólo diferencias, a excepción de la fe del primero y la voluntad creadora del último, hermanados por este árbol mítico que hunde sus raíces en quizás qué suelo primitivo común y extiende sus ramas, sorpresivamente paralelas, en Africa y América.

No obstante lo dicho, conviene hacer una salvedad, que no es de tipo formal sino que apunta al aporte específico que distingue a Arteche de otros poetas. Pese a que la temperatura melancólica que destila la narración del chamán ("Te he advertido que caminas hacia la muerte". Eliot, Op. Cit., p. 89) es coincidente con la que se registra en el texto del poeta ("Ausente, amor, del tiempo, ausente, ausente, ausente" Arteche, Op. Cit., p. 93), es indiscutible que el tono pesimista y fatal de aquél no es del mismo signo que el de éste. Abreviando argumentos, el factor "cristianismo", determinante de la poesía de Arteche, aporta la esperanza de una vida después de la muerte, esperanza que despoja al aniquilamiento de su carácter irrevocable ("Dime que mueres y no mueres / y con el río te me vas . . . / Dime que nada ha terminado, / que muerto ya no morirás". Arteche, Op. Cit., p. 24).

Con esta melancolía esperanzada, Arteche enfrenta las exigencias finales de la metáfora del río, exigencias que se cumplen en ese mar que está al término de su recorrido. Es lo que trataremos de ver en el párrafo que sigue.

4.2. El Mar

De mi matriz a la cuna,
y de la cuna hacia el río;
y en el río vas al mar,
hijo.

(Arteche, Op. Cit., p. 44)

Es de la esencia misma del río -ya lo hemos visto- el hecho de su desplazamiento. "Nunca el mismo río" es la versión clásica de esta fluencia manantial. Este movimiento plantea de inmediato la determinación de una meta hacia la cual se dirija. Todo movimiento se especifica por su fin.

En el caso que nos preocupa, el fin último hacia el cual el río orienta su curso es el mar: ", . . y en el río vas al mar". Con él entramos al ámbito mayor de "la Madre que nos da nacimiento en el Cielo y en la Tierra'-", según la concepción sumeria de las divinidades (P. Grimal, Op. Cit., p. 63), al origen primero de las cosas, agua dulce y agua amarga, aguas pacíficamente confundidas de las cuales nacerán las primeras generaciones, según el poema babilónico de la creación "Enuma Elish" ("Cuando arriba"). (Ibid., p. 69).

El simbolismo acuático del mundo mítico es eminentemente generativo. La irrelevancia de formas hace del mar la matriz de cualquier forma posible. La inmersión en su seno rescata al que así obra de todas las formas adventicias que desfiguran la pureza de la imagen primitiva. Muerte y resurrección son los correlatos de los que se someten a su influjo. La vida entera del hombre está en dependencia de aquellas aguas primordiales de las cuales emerge a la existencia y en las que rescata el perfil primero cada vez que dicho perfil se ve alterado por experiencias deformantes.

Con estos antecedentes, no es de extrañar que los ritos iniciáticos del cristianismo confieran importancia extrema al "bautismo en el agua y el Espíritu Santo". El valor de redención y salvación implícitos en las aguas hacen del bautismo y de las aspersiones lustrales un signo de gran fuerza sacramental, especialmente por el hecho de que capítulos importantes de la intervención divina en relación con la creación de la humanidad y liberación del pueblo escogido están vinculados a las aguas. El caos primitivo, el espíritu de Dios planeando sobre las aguas, los ríos del Edén, el diluvio universal, Moisés salvado de las aguas, el paso del Mar Rojo, el agua que brota de la roca en el desierto, el bautismo de Jesús en el Jordán, su descanso junto a un pozo de aguas, la transformación del agua en vino -milagro que inaugura su vida pública-, el caminar encima de las aguas del mar de Tiberíades y las gotas, de sangre y agua que fluyen al golpe de la lanza constituyen una suma convincente de episodios y escenas que hacen de las aguas un centro privilegiado de simbolismo regenerador. (Mircea Eliade, 1955, pp. 165 ss.).

Es en este contexto en el que hay que ubicar el cristiano universo poético de Arteche cada vez que hace referencia al mundo de las aguas. Si bien es cierto que el mar espontáneamente asume el tono de muerte por el hecho de estar al término de la vida (". . . ni tu beso, / ardiendo de nostalgia, / ha de caer al mar que te aguardaba". Arteche, Op. Cit., p. 71), también lo es el hecho de que estas aguas pueden deshacer camino y retornar, vitales, al cielo de su origen:

El agua estaba cerca
..............................Subió la luz de nuevo
cantando: jubilosa entró en nuestras pupilas,
y cuando nos llamaron, entramos en las aguas
de fuego y esperanza.
..............................Sobre la madrugada
creció el Arbol inmenso.
.................................Y encima de sus ramas
temblando vimos toda la eternidad del mundo.

(Arteche, 1957, p. 18)

5. DOS PERSONAJES: EL HOMBRE Y CRISTO:

Un proceso similar al que descubrimos en el tratamiento que Arteche da a la mujer -mujer de carne y hueso, mujer idealizada (Dulcinea), Virgen Santísima- es el que descubrimos, ahora, relativo al hombre. Por una parte, está el individuo de la calle, con sus pequeñas historias, su fardo de recuerdos y sus proyectos incumplidos. En segundo término, podemos visualizar la dimensión magnificada de ese hombre, encarnada en la figura de Don Quijote, para cumplirse, luego, el tercer paso, en el que el máximo ideal coincide con la realidad encarnada del Hijo del Hombre. Son los tres momentos que pretendemos recorrer en esta fase de nuestro estudio.

5.1. El Hombre

Dicho, así, en breve, la visión que Arteche tiene del hombre es una visión surrealista, en virtud de la cual la realidad carga sus tintas hasta el punto de exacerbar los perfiles humanos en términos desusados. Con ello, logra el poeta desarticular esquemas anodinos y recuperar la angulosa silueta desvanecida del hombre.

El procedimiento tiene algo de alabeado, retorcimiento que da a la realidad un sesgo de arco violento y brutal.

"Hablando de violencia" (Arteche, Op. Cit., p. 80) es una buena muestra de lo dicho. En un recuento sumario de diversas iracundias, Arteche cita a juicio al asesino, a la autoridad que abusa de su poder, al que oprime en nombre de la libertad, al fanático religioso y al ateo enemigo de Dios, al revolucionario de salón, a la mujer que abandona el hogar, a los gerentes de la guerra, al prepotente que sólo defiende los propios intereses y a los que derraman sangre inocente. Con un ritmo de redoble sincopado y con sonoridades que alternan las fricativas, las explosivas y las silbantes, el poema culmina con una estrofa de grave aliento:

Y hay una violencia
de la inocencia
bañada en sangre. ¡Cuidado, no
pierdas de vista la mano abierta,
la mano muerta
de un niño muerto,
pues no podría apagar el sol!

(ibid., p. 81)

Ciñéndose al esquema de polaridades opuestas, Arteche enfrenta al violento con el prudente, que en definitiva representa idéntica agresión, sólo que de guante blanco. En el grupo de los prudentes militan "los ponderados de rostros cadavéricos", los que nunca se deciden entre el sí o el no, "los anodinos que se espantan", "los súbditos de todos los miedos", "los que retroceden cuando avanzan", los gelatinas", los que "venden su esqueleto a plazos", los condecorados con ocasión de heroísmos bastardos, los "perfectamente equilibrados" y los que de tanto medir el pro y el contra de las cosas no atinan a nada, mientras las prostitutas arrebatan el Reino de los Cielos. (Ibid., p. 77).

Perversos y ponderados constituyen un estrato funesto de humanidad. El polo opuesto está dado por las víctimas del arbitrio y por aquellos que han consagrado sus vidas al servicio callado de los demás.

Víctima de la violencia de unos y de la indiferencia de otros, surge ese tipo humano inexplicable -pero real-, doloroso -y sin embargo repetido-, deplorable en su siniestro patetismo: el joven torturado. Es éste justamente el nombre de un poema lacerante:

Ahora veo que tu sangre salta
y el miedo sube ya las escaleras,
y abren las puertas a medianoche, y entra
la mano que te lleva.
Ahora palpo el muro repetido
en cuatro muertes sobre tu cabeza,
las uñas que te arrancan
y las órdenes que alguien vocifera.
Ahora te desnudan en la noche,
te arrebatan la piel, la voz te llagan,
te dejan en montón sobre las piedras,
te dividen en mil, te deshombrecen,
y te matan la luz que en ti vivía,
y escupido en la sombra allí te dejan.

(Ibid., p. 76)

En el cuadro de honor de la humanidad, junto al joven torturado está el hombre que nunca partirá, aunque muera, "pues uno recuerda sus ojos muchos años después de que han partido":

Pero siempre, con la desolación de su ausencia,
uno comprende que no han vivido en vano,
y que su esperanza
es la única esperanza digna de ser vivida.
.............................
Son aquellos
que aceptaron el sufrimiento
y lo hicieron suyo para la salvación de otros hombres
sin decir una sola palabra:
pues dejaron abiertos, bien abiertos sus ojos,
para que nunca los olvidemos cuando hayan partido.

(Ibid., p. 79)

En síntesis, la visión que Arteche tiene del hombre conjuga elementos va vistos en otros acápites de nuestro estudio. Por de pronto, está el juego de polaridades antagónicas y la irritabilidad que de dicha situación se deriva. Al hombre que ejerce violencia se le opone el hombre violentado, y a la vociferante ramplonería del mediocre, la callada grandeza de los que sufren por la salvación de otros. Victimario y víctima, mediocre y salvador son los cuatro focos de tensión que tipifican las opciones extremas que un hombre puede proponerse como destino de vida.

Queda, así, configurado un mapa humano con un hemisferio condenado a la sombra y al repudio, y otro, que exalta la nobleza del hombre. Se prepara con ello la idealización del prototipo del varón: Don Quijote.

5.2. Don Quijote

Ocioso resulta defender el carácter mítico de Don Quijote. Su sapiencia y valentía, su capacidad transformadora de la realidad, su consagración a la defensa del débil, el honor que presta a la mujer, la trabajosa guarda de una castidad amenazada, la observancia escrupulosa de las leyes de la caballería, caídas en olvido, y la rendida devoción a una amada lejana -rescatando, ya en pleno siglo XVII, el idealismo vaporoso de Jaufré Rudel, poeta provenzal dei siglo XII, quien canta "amors de terra lonhdana. / per vos totz lo cors mi dol" (Albert Pauphilet, 1973, p. 780)-, son elementos que contribuyen a levantar un edificio mítico de innegable valor.

Puesto que no se trata de defender el carácter mítico del personaje, conviene detenerse, entonces, en las características que el héroe asume en la versión de Arteche.

Centraremos nuestro estudio en un poema de alto valor lírico, en el cual se vuelve al esquema obsesivo de contraposiciones y al enunciado y reformulación correctiva de algunas afirmaciones, procedimiento constante en nuestro poeta. Acude, para ello, a dos personajes, Don Quijote y Cristo, a un tramado de paralelismos antitéticos y a la alternancia en los versos que se refieren a la figura mítica y al Hijo de Dios. Dicho poema lleva el título de "Satisfaciendo agravios" y su texto es el siguiente:

Satisfaciendo agravios,
multiplicando panes,
enderezando entuertos,
azotando cambistas,
gigantes derrotando,
escribiendo en la arena,
despreciando la hacienda,
curando paralíticos,
huyendo de eclesiásticos,
sanando a los leprosos,
ganando yelmos y bacías,
curando endemoniados,
volando en clavileños,
resucitando lázaros,
tomando a Maritornes por señora,
perdonando a la adúltera,
poniendo en libertad a los forzados,
perdonando,
libertando,
contra todos los fueros de la muerte,
yéndose poco a poco
agonizando
sin los nidos de antaño,
sin pájaros hogaño.
Apareciendo,
desapareciendo.
Muriendo horizontal a toda priesa,
muriendo vertical con dos ladrones.
Dejándose morir para que todos,
si es posible, vivamos.

(Arteche, Op. Cit., p. 75)

A la simple lectura, salta a la vista el procedimiento poético seguido por Arteche. Se trata de una fuga a dos voces, en la que se van cotejando las acciones afines de Cristo y Don Quijote, con un montaje casi cinematográfico de las secuencias. Pero si se lee con más cuidado el poema, se verá que a partir del verso 20 -"contra todos los fueros de la muerte"- se producen ciertas confusiones que impiden afirmar a ciencia cierta si se está hablando de Cristo o de Don Quijote. Esta ambigüedad culmina en los dos últimos versos, en los que el equívoco e indeterminación son tales que ambos personajes se funden en un solo. Como consecuencia de lo dicho no es posible determinar si nuestra vida está en deuda con la muerte de Jesús o con el fallecimiento de Alonso Quijano, el Bueno. El ente de ficción es tan permeable que ha absorbido la realidad del personaje histórico, con lo que el proceso de idealización del hombre, encarnado en la figura de Don Quijote, se exacerba en esta nueva encarnación.

El procedimiento señalado introduce una variante en la fórmula aplicada hasta el momento. Los casos anteriormente señalados basaban su fuerza en la tensión que surgía de la oposición polar entre una situación y otra. En la presente situación, el expediente inicial es el mismo. Sin embargo, la distancia que media entre ambos polos se acorta poco a poco hasta llegar a la identificación por coincidencia en el espacio. Con ello, lo que se pierde en extensión se gana en intensidad. La irritabilidad se hace intolerable, con lo que el recurso, lejos de ser una renuncia al modelo escogido, se muestra ampliamente eficaz en la línea de significar algo por medio de la torción dinámica máxima que se sigue de la fusión de los dos polos Cristo/Quijote.

En lo que al personaje Don Quijote se refiere, el poema opta por la enumeración de sus proezas. La lista incluye diez acciones: satisfacer agravios, enderezar entuertos, derrotar gigantes, renunciar a las riquezas, huir de los eclesiásticos de la prudencia, obtener trofeos caballerescos -yelmos y bacías-, volar en clavileños, transformara Maritornes en señora, abrir cadenas de forzados y declarar la liberación universal como suma de su empeño.

Luego de estas proezas, que miran preferentemente a situaciones externas modificadas por su intervención, se presenta el capítulo de su muerte, que avala lo realizado anteriormente y legitima el ambicioso ánimo. Es justamente en la renuncia y en el desistimiento de la vida y de la empresa caballeresca donde el Quijote se empina sobre sí mismo y cobra su máximo galardón: trocar la fragilidad de su soñada locura idealizada en la dura consistencia del Hijo del Hombre.

5.3. Cristo

En el párrafo anterior algo se dijo de la figura de Cristo. Allí quedó establecido, en la persona del Quijote, la aparente contradicción existente entre una vida dedicada al servicio de los demás y la muerte en soledad y olvido. Es la suerte de Cristo crucificado. Al final del camino, cruz y muerte. Muerte que no es sólo la suya -"Este es el fin del Cristo abandonado" (Ibid., p. 74)- sino que lo es del pan multiplicado, del pecador y Lázaro, de Magdalena y el rico redimido, del asno y de la estrella, de¡ centurión y de los lirios fiel campo (Ibid.). Pareciera que para Arteche sólo existiera el Cristo crucificado. Incluso en "Navidad" (Ibid., pp. 56-57), el Niño de Belén mira ya hacia su muerte:

. . . Si tu cuerpo pesa
la estatura de un hilo,
¿de dónde sacarán cruz tan pequeña,
copo recién nacido?

Trabajo ciertamente fascinante sería el de analizar la poesía religiosa de Arteche. Su experiencia cristiana, unida al conocimiento que tiene de las raíces místicas hispanas, da como resultado una producción de gran nobleza poética al par que de vigorosa y original teología. Para los efectos de demostración, sin embargo, nos limitaremos a un poema -"Golf"-, poema en el que rasgos ya analizados -polaridad y tensión dinámica- aparecen con renovada fuerza. A la luz de lo que llevamos dicho, es posible percibir en esta composición una dimensión subterránea -no siempre visible, aunque sí determinante en la estructuración del mundo de Arteche- en la cual se contiene parte importante del mensaje del poeta.

GOLF

El gallo trae la espina.
La espina trae el ladrón.
El ladrón la bofetada,
Hora de sexta en el sol.

Y el caballero hipnotiza
una pelota de golf.

Tiembla el huerto con la espada.
A sangre tienen sabor
las aguas que da el olivo.
El gallo otra vez cantó.

Y el caballero golpea
una pelota de golf.

Traen túnica de grana.
Visten de azote al perdón.
Y el salivazo corroe
del uno al tres del amor.

Y el caballero que corre
tras la pelota de golf.

Duda el clavo y el vinagre.
y duda el procurador,
y a las tinieblas se llevan
huesos desiertos de Dios.

Y el caballero recoge
una pelota de golf.

Negro volumen de hieles.
La lluvia del estertor.
Ojos vacíos de esponja
negra para su voz.
Relámpago que el costado
penetró.
Cordillera del martillo
que clavó.
Vestiduras divididas
por el puño del temblor.

Se arrodilló el caballero
por su pelota de golf".

(Arteche, Op. Cit., pp. 48-49)

Sin entrar a analizar en hondura este poema, bástenos señalar el juego de correlatos entre el Cristo ajusticiado y el caballero que juega golf. Nada más distante que estos dos mundos. El gesto último de arrodillarse ante la pelota de golf constituye una réplica grotesca de la adoración que sólo el Hijo de Dios se merecía. La distancia que media entre esa pelotita y Cristo hace más aberrante e insufrible la situación.

Lo dicho se refuerza con el uso que Arteche hace de la polaridad tensionada a la cual ya nos hemos referido en repetidas ocasiones. Trátese de Orfeo (descenso/ascenso) o Dulcinea (visible/invisible), del río o del mar (vida/muerte), del violento o del prudente (agresión/huida), de la víctima o del que se inmola por los demás (destrucción/pervivencia), el procedimiento siempre es el mismo. Y es allí í, en ese forcejeo que se establece entre una posición y su contraria, donde se anida un contenido significativo oculto hasta ese momento.

En efecto, dicha dimensión significativa se esboza en las distintas voces de la fuga, pero se convierte en verdadero tropo cuando el tema melódico que desarrolla una voz es retomado por la otra algunos compases más adelante (Cf. Ira Schroeder, 1966, p. 41). En este arte de la fuga que es la poesía de Arteche, un oído educado puede reconocer el enunciado principal cada vez que éste es formulado por una voz o una cuerda. Pero junto con aislarlo en términos de frase melódica, lo oye incorporado al total de voces en juego. Ello le permite seguir las diferentes melodías, advertir los temas principales y secundarios y descubrir ese fenómeno paralelo a la melodía que es la armonía

En el encuentro y desencuentro de las voces y en esa especie de dialéctica de acordes y discordancias musicales -o ideáticas-, se encierra un contenido emblemático, dependiente de las melodías pero el mismo tiempo autónomo de las mismas. Para el caso de Arteche, el resultado final no es equivalente a la suma de las partes. Hay un "plus" poético que no se agota, volviendo al poema "Golf" recién analizado, en el ajusticiamiento de Cristo ni en los trajines del "caballero" detrás de su pelota de golf, sino que está en dependencia de la confrontación de ambos temas y del arranque emocional que se desprende de dicho encuentro.

Pretendemos, más adelante, desarrollar con mayor detenimiento el significado de esta tensión. No quisiéramos, sin embargo, cerrar el motivo de Cristo sin mencionar un factor mítico de capital importancia: el tema del Arbol.

Desde el punto de vista histórico, no existe ningún problema para identificar al rabbi judío que bajo el reinado de Herodes murió en cruz por proclamarse -fue la acusación- Rey de los judíos. Su nombre es Jesús, pero también se le conoce como el Cristo.

Este Cristo cumple una doble misión. La primera, dice relación con la salvación del género humano, lograda al precio de su muerte:

Cristo, cerviz de noche:

tu cabeza al viernes otra vez, de nuevo al muerto
que volverás a ser . . .

(Ibid., p. 58)

La segunda misión se refiere a la acción que despliega dentro de cada persona. Allí los términos dejan de ser universales y lo que sucede con cada individuo es único e intransferible. Ninguna ley regula el diálogo que establece con María, Juan o la Magdalena. Cuando esto ocurre, Cristo mismo asume un perfil que también es singular y privativo. En esta eventualidad, el problema del hombre interpelado por su salvador es el de encontrarle el nombre adecuado a la situación tan personal que protagoniza:

No sé cómo llamarte ni qué nombre
te voy a dar, si somos sólo un hombre
los dos en este viernes de tu nada.

(Ibid.)

El problema no es de poca monta, ya que es el nombre el que da existencia y perfil a cosas y personas. ¿Cuál es, entonces, el nombre que Arteche asigna al "tú" del Jesús propio?

Disperdigado en diversos poemas encontramos la alusión esporádica a un ser cuya identidad es esquiva: el Arbol. Se trata de "Arbol" con mayúscula, situación que lo singulariza de los demás árboles. En Otro Continente (Arteche, 1957) aparecen nueve menciones a este misterioso Arbol. Una breve incursión por dichas referencias podrá servirnos para reconocer el perfil de criatura tan huidiza.

En la Sección I -"La Ascensión"- de este largo poema, aparecen estos versos alusivos al Arbol:

El agua estaba cerca.
..........................Subió la luz de nuevo
cantando: jubilosa entró en nuestras pupilas,
y cuando nos llamaron, entramos en las aguas

de fuego y esperanza.
.............................Sobre la madrugada
creció el Arbol inmenso.
.................................Y encima de sus ramas
temblando vimos toda la eternidad del mundo.

(Ibid., p. 18)

Más adelante (p. 24), Arteche señala:

El Arbol está lleno de sangre: sus raíces
sólo sacan arroyos moribundos .

...............................................
...................................Y mientras todos duermen
el amor agoniza en el Arbol.

Sigamos adelante. En un clima verdaderamente apocalíptico -"Huid a las montañas: el fuego viene", Ibid., p. 30- el desastre se desencadena:

¡Cayó el amor: el Arbol se estremece en la noche!:
¡Se derrumba el costado en los hombros del mundo!:

¡qué gran desierto negro, qué montaña purpúrea
para el amor, qué trazo de ternura arrojado
en el pozo del estiércol!, ¡qué ausencia de alas! . . .

(Ibid.)

Después de cierta alusiones inequívocas a la pasión de Cristo y a los episodios que rodean su juicio y condenación -"Estas fueron las treinta nauseabundas / monedas que rodaron en la espalda del hombre desconocido . . .", Ibid., p. 31 - nos enfrentamos al espectáculo lacerante de la muerte en el patíbulo:

"El Arbol tiembla enorme bajo la lluvia; nubes
amenazantes borran el horizonte frío.
Sólo hay sed y abandono.
....................................No duerme nadie, nadie.
¡Clavan, clavan, aullando, danzan enloquecidos
alrededor del Arbol, escupen de los dientes
los cenicientos viernes!
.................................¡Clavan, clavan
el beso de la ternura!
..............................Sangre.
.....................................Sólo hay sed y abandono,
y sed abandonada. No duerme nadie. Nadie.
El mundo está desierto. Rueda el mar.
......................................................En el Arbol
se oye girar la muerte.
.............................Un diente negro roe
los cimientos del polvo.
...............................Desde el fondo del tiempo
oigo toda la noche caer sobre la tierra.

(Ibid., p. 32)

Las últimas menciones del Arbol las encontramos en la Sección III, "El Regreso":

¡Arbol, panes
para lavar la tristeza!
............................Despiertos esperamos
todo el amor, la gloria terrible de los besos
inmortales.
..................¡Oh muerte!, ¿dónde está tu victoria,
el aguijón perenne?
...........................Cantamos.
.........................................Toda el agua
cayó sobre nosotros.
¡Oh corazón, oh Roca
en que se apoya el mundo!, ¡oh fuente nueva, tiende
tu corazón encina del granito flamígero!;
¡el aceite encendido desciende desde el Arbol!:
manan panes!
....................¡Oh Piedra!, ¡oh roca majestuosa!;
¡sobre tus fundamentos tú sostienes el mundo!

(Ibid., p. 42)

Sin necesidad de entrar a un análisis más detallado, no parece peregrino vincular este Arbol misterioso con la persona de Cristo. En torno al Arbol se allega una constelación semántica conformada por el amor agonizante, las treinta monedas, el costado que se derrumba, la sed y el abandono, el clavo y la sangre, la muerte que se cierne, la fuente nueva, el aceite lustral, la eternidad del mundo. Esta constelación pertenece de lleno a la órbita de Cristo y de la salvación que entrega al precio de la muerte en cruz, cruz que la liturgia del viernes santo asocia a la imagen de "árbol": "Crux fidelis, inter omnes Arbor una nobilis".

En consecuencia, el nuevo nombre que Arteche le asigna a Jesús, en virtud del cual se perfila el rostro con que el Redentor se enfrenta al poeta y se determina el tipo de relación personal que se establece entre ambos, es el de "Arbol".

Este nombre tiene una resonancia mítica de noble cuño. Por de pronto, el del árbol es un tema esencial en numerosas cosmogonías y aparece en grandes textos fundacionales vinculado al "árbol cósmico" (Grimal, Op. Cit., T. II, p. 62; Mircea Eliade, 1955, pp. 29 s.).

Pero más que un tema mítico oriental, es indiscutible que el asunto del árbol hay que supeditarlo al mundo cristiano en el cual Arteche se mueve y del cual es tributario. En este contexto, el "Arbol" del poeta se vincula tanto al "árbol de la vida" (Génesis 2,9; 3,22) como al "árbol del reino de Dios", que no es el de los imperios humanos -árboles que el juicio de Dios derribará por soberbios (Ezequiel 31,1 Os; Daniel 4,10-14)- sino que es el nacido de humilde semilla y que luego, ya crecido, da cobijo a todas las aves del cielo (Ezequiel 17,22s; Mateo 13,31 s).

Hay, sin embargo, un árbol que capitaliza el máximo interés: el árbol de la cruz. Signo de maldición cuando es patíbulo del condenado a muerte (Génesis 40,19), se constituye en "leño que salva" y en árbol de vida eterna (Apocalipsis 22,2.14) cuando es Jesús el que en él muere (Cf. Xavier Léon-Dufour, 1978, p. 101).

Importa esta última acepción por cuanto en ella se presenta, una vez más, la polaridad tensionada que define la poesía de Arteche. Arbol de vida o de muerte, del bien o del mal, patíbulo de criminales o suplicio del Salvador, símbolo de la soberbia o de la humildad, hay todo un mundo de oposiciones que confluye al tema del árbol, sin que las antítesis señaladas se resuelvan en una síntesis que reconcilie los antagonismos en discordia. Se trata, de nuevo, de una fuga a dos voces, en la que importa no tanto la melodía que una y otra cuerda modula, sino la tensión derivada de los encuentros y desencuentros armónicos. Se comprende, entonces, que sea un "árbol de oro", amenazado por la noche, la lluvia, los años y el hacha el que entregue al poeta, en medio de la "oscura noche sobre el árbol", esperanzas de supervivencia:

El árbol que jamás podrán borrármelo,
el que me dio su copa contra el páramo,
el que a mi lado escribe cuando escribo,
el que aún me sostiene,
a pesar de aquel fuego,
a pesar de las noches y los años.

(Arteche, Op. Cit-, 69)

6. DOS MOVIMIENTOS: VIAJE Y LLEGADA

Existen pocos mitos más universales y extendidos que éste del viaje. Originado, quizás, en un viejo precepto de exogamia, que exige el matrimonio con mujer ajena al clan, el joven pretendiente se obliga a largos viajes en busca de esposa. Los desplazamientos hacia lugares lejanos y los peligros anejos a la empresa constituyen un tópico que responde a sentimientos muy hondos y a experiencias relevantes. Ello constituye un tramado capaz de exacerbar la imaginación hasta extremos impredecibles, con lo que el núcleo del asunto se diversifica en ricas vertientes fabulísticas y míticas.

Por vía de antiguas tradiciones de la India o de Grecia, o por conducto de historias originadas en Europa, Africa o América, la suma de fábulas y leyendas concurre la creación de un corpus literario conocido bajo el nombre de mitos de búsqueda.

Los árabes de España y los cruzados que retornan a sus hogares trayendo la herencia de narraciones orientales contribuyen a asentar el tema en la poesía trovadoresca provenzal y en la literatura caballeresca europea.

El humanismo italiano, la novela barroca cortesana y la psicología profunda constituyen nuevos puntos de apoyo para la supervivencia y desarrollo del mito de la búsqueda (Elizabeth Fi enzel, Op. Cit., pp. 175s).

Por otra parte, la tradición judeo-cristiana privilegia la peregrinación a "un lugar consagrado por una manifestación divina o por la actividad de un maestro religioso, para presentar allí su oración en un contexto especialmente favorable. La peregrinación es así una búsqueda de Dios y un encuentro con él en un marco cultural" (X. Léon-Dufour, Op. Cit., p. 683).

Trátese del viaje al infierno o al reino de la muerte; de una metamorfosis que permite partir detrás del bien perdido o de una odisea que condiciona el acceso a princesas, reinos, medicinas o talismanes encantados; de un itinerario espiritual o de una transmigración iluminativa; de la jornada en busca de la razón de ser o del conocimiento del porvenir, lo que siempre está en la trastienda de semejantes desplazamientos es la necesidad de crecimiento interior del peregrino o la iniciación en los misterios eternos. Dicho en otras palabras, lo que se busca es la inmortalidad, ansia de la cual da cuenta el clamor que Gilgamesh eleva a Shamash: "-Después de tanto esfuerzo, de haber errado en un desierto infinito, ¿debo dormirme para siempre y dejar que la tierra cubra mi cabeza? Permite que mis ojos contemplen el sol hasta que se cieguen mirándolo. No soy más que un hombre muerto, ¡déjame ver aún la luz del sol!" (Alexander Eliot, Op. Cit., p. 248).

6.1. El Viaje

A título de simple curiosidad lexicográfica, hicimos un registro de las voces que Arteche utiliza para tipificar las peripecias de un viaje. El catastro que a continuación presentamos está sacado de Solitario, mira hacia la ausencia y señala sólo los vocablos fundamentales, sin insistir en las veces que dichos términos se repiten ni en las variantes que una misma palabra pueda asumir. Con ello no pretendemos otra cosa que ofrecer una visión del universo verbal elaborado por el poeta para referirse a las alternativas del viaje, y comprobar hasta qué punto este tema está incorporado a sus preocupaciones.

El recuento sumario de las palabras arroja el siguiente resultado. Para todo lo que dice relación con el inicio de la marcha, Arteche acude a los siguientes términos: acudir, adiós, alejar, alejarse, ausentarse, dejar (un lugar), escapar, fuga, huir, ir, irse, marchar, moverse, partir, retirarse, salir. Las alternativas del desarrollo mismo del viaje están reflejadas en palabras como éstas: andadura, atravesar, cabalgar, caminar, correr, cruzar, esparcirse, fluir, girar, mover, pasar, persistir, pisar, recorrer, remontar, rodar, rodear, subir, vagar, volar. Aquellas palabras que ya apuntan a la fase regresiva del peregrinaje se agrupan en el siguiente universo: acercar, acercarse, acudir, bajar, regresar, retornar, retroceder, venir al encuentro, volver. Por último, las voces referidas al término del movimiento son las siguientes: caer, encontrar encontrarse, entrar, hundir, llegar, penetrar, reposar.

Inicio, desarrollo, descenso (regreso) y llegada son los hitos que marcan el viaje de Arteche. El total de expresiones utilizadas esbozan un esquema de itinerancia cuyos alcances conviene precisar.

Más que un simple recuento de palabras, interesa averiguar el sentido de las mismas. Sabiendo que Arteche es un viajero, ¿qué significa en él abandonar un lugar, recorrer un espacio alejándose del punto de partida, volver los ojos a ese punto, iniciar el regreso hasta, por fin, detener la marcha? Mirando el problema desde otro punto de vista, ¿qué hace que alguien asuma la decisión de romper con todo e iniciar ese mítico viaje que conduce nadie sabe adónde?

Si bien es cierto que todo movimiento se especifica por su fin, también lo es el hecho de que existen desplazamientos que se originan sin que el viajero visualice exactamente la meta buscada. Es el caso del que arrastra "su huida del amor en países desiertos de ternura, sin encontrar el árbol del vellocino que calmará su sed angustiosa"- (Arteche, 1953, p. 9)

Hay, en efecto, una ausencia que reclama ser satisfecha. Incumplida como queda -es la experiencia universal--, el hombre siente la necesidad de iniciar un viaje de búsqueda y conquista de ese vellocino de oro. La consigna es, entonces, partir. Pero, "¿adónde? ¿Hacia qué parte? ¿No hay nadie que responda?" (Ibid., p. 18). "¿Dónde están, en qué parte resuenan / las campanas lejanas?" (Ibid., p. 22). "Suenan las campanas, ¿quién las toca en la noche?" (Ibid., p. 23).

Existe, por tanto, un llamado, pero se ignora la identidad del que convoca, así como existe una meta cuya ubicación se desconoce. En estas condiciones, el viaje se plantea como un salto al vacío que se da con el corazón lleno de preguntas sin respuestas: "¿Cuántas veces . . .? ¿Hacia dónde irá el cuerpo, hacia dónde se dirigirán los ojos, y en qué parte encontraremos nuestra perdida carne . . .?" (Ibid., p. 139)

Es que, en el fondo, partir significa escoger uno de los mil caminos posibles, renunciar a otras opciones y sacrificar el futuro. Significa, también, desprenderse de los bienes que se han ido acumulando pacientemente a lo largo de los años. Partir implica "dejar el cuerpo que recorría el aire de sangre celestial", dejar otros ríos tristes; la lluvia, la historia de alguien, la noche, los meses, la tierra a solas. (I bid., pp. 20-21).

Hay, entonces, un despojo total que se sigue al simple hecho de abandonar la patria por otras tierras -"amor, noche lejana, muerte y ausencia / para partir sin nada, cuando calló el olvido" (Ibid., p. 28)-, despojo que es similar al que enfrenta el condenado a muerte cuando ve llegar su hora -"porque es la hora / en que debemos morir, es la hora / de la partida" (Ibid., p. 81)-.

Es justamente allí, en la descripción pormenorizada que hace Arteche del dolor de la partida, donde irrumpe de súbito la polaridad de oposiciones a la que ya nos hemos referido en párrafos anteriores. El signo de esta tensión extrema está dado por un modo de partir que es quedarse -". . . silencioso escuchas que tu cuerpo ha partido, / que sólo estás en otro cuerpo que te recuerda" (Ibid., p. 38)- y por un "todo" en el cual el hecho de alejarse significa, paradójicamente, volver trayendo "un poco de nostalgia / y de alegría efímera" (Ibid., p.63)-.

Partir-quedándose y partir-volviendo son dos modos inéditos de marcharse que violentan de tal modo el significado primero del verbo partir que provocan al interior de su universo semántico una nueva descarga significativa, más decidora que todas las reflexiones poéticas que se puedan hacer sobre los daños que se siguen al hecho de abandonar el lugar de origen. Esta observación, que refuerza otras ya hechas en la misma línea, aconseja no descuidar la bipolaridad tensionada cuando se quiera intentar una interpretación de conjunto de la poesía de Arteche.

Para Arteche, viajar es vagar hacia un futuro de soledad y muerte:

¡Vagar, vagar, vagar lejanamente
y la tierra de nuevo; vagar sobre los mares,
las tierras de otro tiempo,
vagar lejanamente sobre la tierra ubérrima,
sobre la ardiente trenza del trigo, en la lasciva
sombra del bosque; vagar por las habitaciones
frías de los hoteles . . .
y otra vez la tierra,
sobre tu amor la tierra,
en tu deseo un deseo de tierra removida,
en el principio de tu amor
un abismo de soledades y de muertes.

(Ibid., pp. 89-90).

Conociendo el procedimiento del poeta de entregar una visión totalitaria del mundo por vía de oposiciones y reformulaciones, cabría preguntarse si a esta mirada desencantada del viaje se opondría otra de carácter más positivo. La respuesta es afirmativa, y para confirmarlo, bástenos la siguiente referencia:

¡Oh tierra solitaria, cuando vuelva
a tu inmortal regazo, cuando acabe
nuestro vagar por tierras desoladas,
haz que las raíces más profundas
del más alto de tus árboles
se hundan en nuestros pechos olvidados,
para que, gloriosa y refulgente,
la madrugada vuelva a cantar en nosotros!

(Ibid., p. 112)

Esta constatación nos parece de máxima importancia por cuanto apunta a un rasgo reiterativo y recurrente: la polaridad tensionada. Dicho rasgo, obsesivo casi, capitaliza una fuerza significativa superior a la que encierra el tema mismo del viaje, con sus alternativas de desplazamiento y reposo. Desde el punto de vista del desarrollo de la marcha, ella carece de sentido por cuanto no entrega logros inmediatos, sino vaciedad y ausencia - "Ausente, amor, del tiempo, ausente, ausente, ausente". (Ibid., p. 93)-. No interesa, entonces, lo que ocurre en el viaje sino la energía que se desata con ocasión del mismo. Y esa energía está dada, una vez más, por la tensión que provoca el encuentro de polos de distinto signo: "deja que sangre y tiempo juntos / en tus hombros aprendan rumores de tormenta" (Ibid., p. 92).

 

6.2. La Llegada

Si el viaje está marcado por el sello de lo inútil y si el término del mismo no aparece claro ni se visualiza como capaz de justificar el esfuerzo de la marcha, no queda otra alternativa que volver al punto de partida.

Esta necesidad de volver tiene los rasgos imperiosos de la lucha por la vida, pues no hacerlo significa para el hombre ver borrada hasta la memoria de su paso por este mundo:

¡Noche de los terrores, no volveremos nunca . . .!
¡Hasta el final, amor, hasta el final del mundo,
hasta el final, oh dulce, temblorosa, callada,
hasta el final iremos, hasta que nadie sepa
dónde, cuándo, en qué parte quedaron nuestras manos!

(Ibid., p. 28)

La conciencia de lo que se juega en el hecho de volver transforma el conocimiento en un deseo agudo y violento: "inúndame de recuerdos; deja escuchar de nuevo / el sonido del agua que corre junto al lago; / quiero volver, volver". (Ibid., p. 115). Y cuando la razón se ve substituida por el deseo, el que vuelve no es el ser adulto, sino un niño marcado que reclama cobijo y protección:

Ahora, allá en los años, en los lejanos años,
desde ese tiempo de oro, desde esos días altos,
vuelves, niño lejano, tapia bajo la luna.
Regresas a esta ventana, tarde, tarde llena de viento
sobre el mar. Regresas, noche, noche llena de angustia
y doblas tú cabeza, oh niño ya perdido.

(Ibid., p. 52)

Hay que tener cuidado de no caer en la trampa tendida por la imagen tierna de un niño abandonado, pues en ese niño se mimetiza un anciano: "Todavía me pregunto por qué he vuelto si nada / queda ya entre nosotros, dice el joven, y el viento / tiembla en su cuerpo viejo, en su rostro de niño". (Ibid., p. 75). Lo que ocurre es que el deseo de regreso, que renueva en el adulto anhelos infantiles, desencadena al mismo tiempo un proceso acelerado de envejecimiento:

. . . Pero ¿por qué el regreso,
para qué ese silencio de otras caras marchitas
que han de mirar sin conocerte? Preguntarás en vano,
porque eres un extranjero en el hogar de arena
que elegiste. Dirán con gestos de cansancio:
¿Quién es éste que vuelve encanecido?

(Ibid., p. 120)

Lo dicho no vale sólo como ilustración del juego -ya clásico en la literatura y el cine- de la coincidencia, en un mismo ser, del niño y del adulto. Vale, sobre todo, como reiterada afirmación de las tensiones que se presentan con ocasión del enfrentamiento de dos posiciones contradictorias, y como determinación del elemento portador de un significado poético distinto del encerrado en cada una de las posturas en conflicto.

A pesar de todas las prevenciones de que nada se gana con volver -como nada se ganó partiendo-, el poeta regresa a lo suyo, no a encontrar respuestas sino a plantea; nuevos interrogantes:

Y ahora que he vuelto, he vuelto como todos
los que en otoño vuelven, como todos
los que traen el regreso entre las manos,
porque en otoño todo el mundo regresa,
y abril está sentado sobre las puertas de la tierra
esperando a los hombres: todas, todas
las vivientes angustias de la tierra retornan,
y yo también he vuelto y ha vuelto abril de nuevo.
¡Oh juventud ausente!, ¿volverás tú también?

(Ibid,, p. 126)

Pero volver es llegar y es morir. Y morir es quedarse sin respuestas:

Recógeme, amor mío, con tus cálidas plumas;
recógeme y húndeme tu ternura llagada;
colócame en tu olvido, recógeme cantando.
No es para que preguntes, no es para que indagues
el sitio donde puse mi corazón hundido;
recógeme, ahora, para estar en lo ausente,
sin preguntar qué ocurre, qué pasa, por qué vuelves
tu cabeza de ausente firmamento.

(Ibid., p. 68)

Se cierra, así, el círculo hermético que reproduce el mito del eterno retorno, el que de algún modo corrige el pesimismo derivado de la inutilidad del viaje con el optimismo de la certidumbre de un nuevo comienzo (M. Eliade, 1968, pp. 89-90).

Es a este nivel, de profunda raigambre mítica, donde se produce un renovado ensayo de quebrar el desperdicio de un viaje inconducente con la fuerza generadora de lo que se reinicia. La vuelta al punto de partida es como una muerte por vía de fracaso. Pero es también resucitar por vía de retorno al origen. Con ello entramos al tema tiempo/eternidad, objeto del análisis que a continuación ofrecemos. Por el momento interesa sólo señalar esta nueva dimensión en la que los opuestos se encuentran, situación de la cual fluye esa energía significativa a la que nos hemos referido en otros párrafos y que aparece en éste de múltiples maneras, según lo hemos podido comprobar.

7. DOS DURACIONES: TIEMPO Y ETERNIDAD

Los temas más queridos al poeta se articulan de acuerdo a una estructura lógica bastante ceñida. Para los efectos de un análisis, se puede proceder a distinguir diversos aspectos y ordenar los elementos detectados en torno a un eje convencional, pero este ordenamiento metódico sólo sirve para dejar de manifiesto algo que ya está dado en la poesía de Arteche antes de cualquiera incursión analítica. Prueba de ello es que la sola enunciación de un tema convoca de inmediato en torno suyo otros temas afines, configurando con ellos una especie de constelación semántica fácilmente reconocible.

La consecuencia de semejante situación es que los poemas de Arteche guardan entre sí un marcado aire de familia. Hay algo indefinible que emparenta Cristo al Quijote; éste último se asocia a Dulcinea, la cual convida a Orfeo a incorporarse a la ronda. Orfeo, por su parte, recuerda, con su descenso al infierno, el viaje que emprende el poeta en busca de un fin, desplazamiento que encuentra un correlato paralelo en el curso que sigue el río hasta llegar al mar. De este modo, mitos, personajes, metáforas, movimientos y duraciones se agremian en torno a un destino común, situación que establece entre ellos estrechos vínculos de solidaridad temática. Lo dicho da origen a un circuito de intercambios recíprocos de gran fluidez, en virtud del cual es posible que el tiempo no sea sólo un agente de envejecimiento -". . . tus libros, que ahora el tiempo / cubre de canas letras". (Arteche, 1953, p. 18)-, sino paisaje -"mi corazón estaba/ inclinado al pasado" (Ibid., p. 17)-, cansado caminante o paradoja -" ¡Vigilia de los años / que terminan cansados, de los años sin tiempo" (Ibid., p. 19)-.

La condición letal del tiempo -"Descansan las fuentes solitarias / construyendo futuros sin pasados. Las telas / lunares cubren muertos" (Arteche, Op. Cit., p. 30) - provoca necesariamente el vértigo de la eternidad:

........................."Despiertos esperamos
todo el amor, la gloria terrible de los besos
inmortales.
...............¡Oh muerte!, ¿dónde está tu victoria,
el aguijón perenne?"

(Ibid., p. 40)

Entre estos dos polos se balancea la vida del poeta. Atraído por uno y otro, rechazado y rechazando, Arteche busca tender un puente sobre la polaridad tiempo/eternidad. Viviendo en el tiempo que lo consume y aspirando a una eternidad que no posee, sólo le queda la posibilidad de ser testigo de la lucha que entre ambos se establece. El breve análisis que hagamos de dichos extremos buscará dejar al descubierto la tensión que se desata al enfrentarse tiempo y eternidad y señalar lo que podría ser el punto de apoyo de una nueva dimensión significativa.

7.1. El Tiempo

En una entrevista que Arteche concede a Pepita Turina (Portal, 14, 1977, p. 5. Citado por Juan Villegas-Morales, 1980, p. 208), el poeta declara:

"Toda mi poesía no es sino la elegía del tiempo. Y como el tiempo se nos va de las manos, trato de detenerlo en mis poemas. Tiempo y nostalgia. Sólo a través del dolor, un dolor, por supuesto, que no aniquile, se puede llegar a comprender el verdadero sentido que tiene la alegría y la esperanza".

La observación es particularmente decidora por cuanto se despoja al tiempo de su carácter absoluto y se lo relativiza refiriéndolo al hombre, pues es en él donde la duración cobra sentido y finalidad. En el párrafo citado, el hombre es el eje que articula los correlatos paralelos de tiempo/dolor y aternidad/alegría. Pero esta articulación axial opera por la vía de un tercer correlato -la pareja nostalgia/esperanza-, que asume el papel de lugar geométrico de los dos anteriores. Se obtiene, así, algo similar a un phylum genético, cuyos principales "momentos" serían los siguientes: tiempo, dolor, nostalgia, esperanza, alegría, eternidad. La correspondencia antitética es obvia y la bipolaridad que se sigue, manifiesta. Trataremos de analizar las etapas que se vinculan con el tiempo, dejando para el párrafo siguiente las que cierran el circuito dentro de la órbita de la eternidad.

Ubicado en la meseta de su primera madurez, Arteche percibe el tiempo como un todo continuo que encierra su pasado de niño -piano, lluvia, terrores nocturnos- y su muerte predicta -"el tiempo que te llena de una muerte futura". (Arteche, 1953, p. 26)-. El hombre que se recuerda niño y se presiente muerto, de alguna manera se intuye como un "fixus" frente al "fluens" que es el tiempo. En efecto, puede experimentar la ficción de una cierta permanencia por el hecho de sentir el paso del tiempo a través suyo sin que ello lo afecte mayormente. El cigarrillo que va a fumar, que ahora enciende y que ya está apagando le entregan una duración en la cual reconoce las categorías temporales de futuro, presente y pasado, duración que, sin embargo, de alguna manera lo dejan fijo en su ser. El cigarrillo consumido delata ese modo de pasar del tiempo que no condice con la conciencia que el fumador tiene de estar en un sitio "que el tiempo no ha tocado" (Ibid., p. 41).

Pero esto es válido sólo en el corto plazo. En los intervalos mayores, la conciencia es, justamente, la opuesta. Cuando se trata de medir no ya lo que dura un cigarrillo sino lo que significan cincuenta años en la vida de un hombre o cien mil en la evolución de la especie, es el tiempo el que aparece como el "fixum" mientras el individuo es el "fluens" que hoy es y mañana no existe.

El individuo que emerge al universo de la conciencia sabe que el mundo no empieza ni termina con él. Hay detrás de él un largo pasado, así como hay un futuro que seguirá siendo una vez que haya muerto. Desde esta conciencia, el tiempo surge como el inmutable infinito a través del cual transcurren las criaturas, y la existencia, como un "estremecimiento de algas / en la efímera vida de la espuma marina". (Ibid., p. 24).

La cita hecha nos recuerda oportunamente lo que en su momento se dijo acerca del tema río/mar (No 4). De acuerdo a lo que allí se expuso, el tiempo no es un simple espectador del crecimiento y deterioro de los seres, sino que es el vehículo dentro del cual se gesta el menoscabo y estropicio de las cosas; ". . . mientras escucho ahora las campanadas hondas / surgir desde muy lejos y el tiempo que se lleva / sobre el río las cosas del hombre y su trabajo" (Ibid., p. 61). Todo el resto del poema es una especie de despeñadero hacia la muerte. De los numerosos análisis poéticos que Arteche realiza acerca de la usura del tiempo, quizás el más angustioso sea el que a continuación transcribimos:

¡Escucho las alas del tiempo que desciende
en mi pobre cabeza! Una, dos, tres veces siento
el batir de sus alas:

......................... ¡Una vez en la noche!
..........................(Hasta que el tiempo vuelva)

..........................¡Dos veces en la noche!
..........................(Hasta que el tiempo escape)
..........................¡Tres veces en la noche!
..........................(Hasta que el tiempo muera).

(Ibid., p. 63)

En estas circunstancias no ha de extrañar que la duración sea concebida como un "tiempo amargo" (Ibid., p. 62), y que la vida de los "hombres solitarios" y la de los "niños harapientos jugando entre la lluvia" sea penosa:

Están sobre los puentes acumulando angustia,
el agua tiene secos reflejos afiebrados,
sus ojos se adormecen, fiebre y frío
penetran los ansiados retornos que por el río pasan.
¡Qué han perdido en las noches,
en la esquina poblada qué interrogan sus caras?
Hablan del mar cercano (el viento se estremece,
el viento cruza y pasa) y apretados esperan
un ayer imposible para un futuro incierto".

(Ibid., p. 57).

El "ayer imposible" y el "futuro incierto" son expresión cabal de todo el despojo que opera el tiempo en la vida y conciencia de los hombres. Miradas las cosas desde el presente, todo lo que queda atrás en términos de infancia y recuerdos maternales no acarrea otra cosa que añoranzas y esa pena causada por la ausencia que es la nostalgia:

Y ahora veo a mi madre, los vestidos usados,
las canciones de una tarde en la sombra
para el tiempo angustioso; miro los escenarios
que un día frecuentaba, el telón, las butacas,
las gloriosas mañanas, la música querida;
y todo se aleja cabalgando
de mi memoria ausente, y todo vuelve
lentamente a traerme un poco de nostalgia
y de alegría efímera".

(Ibid., p. 63)

Pero el recuerdo no basta para las ansias del poeta. Lo que se busca no es sacudir el polvo del olvido sino recuperar efectivamente lo perdido. Y esto no lo logra la nostalgia. Se hace necesaria, entonces, la intervención de aquella otra virtud que corre a parejas con la nostalgia: la esperanza:

No. Nada vuelve. Nada ocurre. Pero todo sucede
a veces en la noche. Y si regresa el tiempo
una vez, dos veces, tres veces, en la noche;
si regresa, decidle que he partido, que nadie
piensa en mi pobre vida, pero que espero, espero:

......................... ¡Una vez en la noche!
..........................(Hasta que el tiempo vuelva)

..........................¡Dos veces en la noche!
..........................(Hasta que el tiempo escape)
..........................¡Tres veces en la noche!
..........................(Hasta que el tiempo muera).

(Ibid., p. 64)

La nostalgia y la esperanza son los correlatos que articulan la tensión polar incluida en el tiempo, la misma tensión que encontramos en los mitos, metáforas, personajes y movimientos. Así como la nostalgia es una especie de derrota del pasado desde el momento que rescata del olvido lo que ya está muerto, del mismo modo la esperanza atrae hasta el presente lo que sólo tendrá existencia en el futuro. Es el desafío que el hombre lanza contra su experiencia colocando en el ahora la posibilidad de que quizás el tiempo pueda convertirse en eternidad.

7.2. La Eternidad

El hecho de que la fe -de cualquier signo que sea- garantice la existencia de otra vida después de esta vida es prueba de la hondura que alcanza el problema de la muerte en los diversos conglomerados humanos.

En esta lucha por resolver el misterio de la muerte, las sociedades primitivas, ellas en especial pero sin descartar a las más evolucionadas, buscan la explicación de los aniquilamientos constatados en una historia cíclica que no es otra cosa que la crónica de las intervenciones divinas en la realidad humana concreta. Esta historia se da en tres tiempos fundamentales que son los comienzos, los exterminios y la nueva creación. Los comienzos corresponden a esa primera irrupción de lo divino en virtud de la cual las cosas inertes y los seres vivos emergen a la existencia. Ello ocurre en un momento superior del tiempo, previo al ritmo de duración que prevalece en la actualidad.

En ese inicio mítico también ocurrió "algo" que frustra la vitalidad propia de la creación con una semilla de aniquilamiento, muerte y destrucción. La conciencia de anonadamiento que se sigue al desbarate y demolición de lo creado da origen, andando ya el tiempo, a una nostalgia de ese momento primero en el que todo era pura emergencia y prestigioso comienzo. Una manera de rescatar ese comienzo es la memoria divina atesorada en invenciones, quimeras, fábulas, cuentos, apólogos y alegorías. El otro modo de rescate, que agrega al recuerdo la eficacia de lo actualizado, es el culto y la ceremonia en virtud de los cuales lo que fue vuelve a ser y la situación disminuida en la que el hombre se encuentra es reemplazada por un nuevo comienzo.

Surgen, así, los mitos y los ritos de renovación que hacen posible esa especie de palingenesia que regenera en el tiempo desgastado lo que ocurrió en el tiempo del origen. Los actos culturales para celebrar el año nuevo, las fiestas de las cosechas y las mascaradas de primavera son otros tantos modos de retornar al principio una vez que la decrepitud del mundo llega a su fin.

Queda configurada, así, la cadena de nacimientos, muertes y nuevos nacimientos propia del mito del eterno retorno, que es el modo como en la aventura diaria se exorciza al tiempo, mudando su capacidad de deterioro y muerte en aptitud de engendrar eternidad. El mito del eterno retorno es, entonces, la fórmula elaborada para dominar el tiempo y recuperar el pasado, lo que es posible por la reminiscencia y memoria de una historia primordial ejemplar (Mircea Eliade, 1968, p. 89s). Es esa memoria la que mantiene el vínculo con el origen vital primero y garantiza la conexión con las fuentes de la vida. Por el contrario -y en ello radica el carácter nefasto de los transcursos y edades-, la consecuencia más perniciosa del tiempo es la de alejarnos de tal modo de esa fuente primordial que lleguemos a olvidarnos de ella y perdamos el conocimiento de cómo está hecho el mundo y de cuál es la cifra mágica que lo justifica. Este olvido lleva necesariamente a la muerte.

Además de la memoria, la otra manera de recuperar el origen perdido es el "regressus ad uterum" (Ibid., p. 99), que es un modo de redimir la inocencia perdida, de ejercer una especie de purificación salvífica y de retrotraerse a ese momento anterior al pecado en el que todo era potencialidad incorrupta y energía no degradada.

Para el caso que nos ocupa, Arteche representa como pocos esta voluntad de derrotar al tiempo reteniéndolo por el recuerdo o retrotrayéndolo por un proceso de involución regresiva al útero materno. Expresiones tales como "un eco sin olvido desciende por el valle" (Arteche, 1953, p. 26) o alguna otra referida a su niñez -"como cuando en la infancia te rozaba los bucles / la mano que querías, acertando en tu goce . . ." (Ibid., p. 28) son demasiado frecuentes en nuestro poeta como para insistir en ellas. Recuerdo y retorno no son en él sólo motivos poéticos, sino que reflejan una posición existencial frente a ese tiempo que compromete la posibilidad de eternidad.

El tiempo es una "amarga" y "angustiosa daga" (Ibid., pp. 62 y 44) que cava un abismo al cual se precipitan los días solitarios y los que mueren en tierra extraña (Ibid., p. 85). Y es por eso, justamente, por lo que la nostalgia del propio terruño y el anhelo de retornar a él, en la única dimensión -la niñez- en la que desandar el camino es posible, se desatan de manera tan irrefrenable. Pero ambos recursos son inoperantes por cuanto, en palabras de Arteche, en "cada cosa veo un niño envejecido, una vieja muchacha" (Ibid., p. 23). Ni el tiempo lineal ni el tiempo cíclico, ni la infancia perdida ni la patria suplantada por nuevos horizontes son rescatables por viajes o nostalgias. Quizás lo más trágico del tiempo sea, justamente, su carácter irreversible. El recuerdo y el deseo de volver a ser niño están latentes -"ven a recordar los nombres que en tu memoria huyeron, / ven a buscar el niño delicado y confuso, / perdido en la colina" (Ibid., p. 14)- pero existe clara conciencia de que el retorno es imposible: "We shall not come again. / We never shall come back again" (Ibid., pp. 13s, repetido tres veces).

En este punto conviene detenerse para llamar la atención sobre una nueva polaridad tensionada que aparece con ocasión del deseo frustrado. Pero no todo se resuelve en este punto. Más allá de dicha polaridad está aquella otra que confronta -siempre a nivel de anhelo- el tiempo con la eternidad. Es en esta última dimensión donde se reúnen todas las tensiones analizadas más arriba y en donde un sistema poético que se estructura sobre la base de oposición de contrarios hace crisis. El ansia de eternidad surge sobre el testimonio de la experiencia del tiempo mutilante, y la esperanza de lo que aún no llega se levanta como respuesta adecuada ala mordedura del deterioro operado por el tiempo. Es lo que Arteche confiesa en la dedicatoria que a continuación transcribimos, y que aparece en la versión de Solitario, mira hacia la ausencia, que manejamos:

"A Juan Lanza, poeta, amigo, este libro (como estatua de sal de juventud) hacia atrás, perdido, fugitivo, irrecuperable, antes de entrar en otra noche (perdurable) en la que espero. Miguel, Madrid, Agosto, 1953".

8. DOS PATRIAS: LA DE ACA Y LA DE ALLÁ

El tema del expatriado -y del repatriado, su correlato- es un motivo caro a la literatura universal. Situaciones concretas como eran las condiciones guerreras en tierras extrañas, con el consiguiente rompimiento de encuentros y convivencias estables dentro de la rutina familiar, fueron causa de que el problema de la ausencia se afincara en la preocupación de los antiguos. Las alteraciones que sufrían los esquemas convencionales como consecuencia del alejamiento prolongado del marido -nuevos matrimonios por supuesta muerte, distribución presunta de la herencia, heridas graves que hacen irreconocible al guerrero, etc.- crean condiciones particularmente favorables para un desarrollo original y lleno de variantes. Ulises y Agamenón, en la antigüedad clásica; el Hijo pródigo, del Evangelio de Lucas; Hildebrando, en la literatura germánica; el caballero errante de la épica medieval cortesana, el marido desconocido de la balada popular europea, los caballeros que retornan de las cruzadas y las leyendas que narran sus desventuras; así como los dramas y novelas de los siglos posteriores, hasta alcanzar a la literatura de post-guerra, son otros tantos capítulos de un tema que se ha ido enriqueciendo de acuerdo a las motivaciones históricas más importantes (Cf. Elizabeth Frenzel, Op. Cit., pp. 300s). Entre las variaciones más notables, la del viaje en busca de una tierra dorada es fuente de múltiples tradiciones. Ello nos obliga a estudiar las formas que, en Arteche, asume la dualidad de orígenes y destinos patrios, y a precisar los términos en los que la consiguiente tensión polar -piedra de tope para una posible interpretación global de la poesía de nuestro autor- se manifiesta. Pero como quiera que dichas oposiciones se presentan en parejas de correlatos -Chile/España; AMERICA/América-, hemos preferido respetar esa dualidad y analizar simultáneamente, aunque en dos instancias separadas, aquello que hemos descrito como la Patria de Acá y la Patria de Allá.

8.1. Chile - España

Difícil pensar en un autor más poseído por los demonios ancestrales que Arteche. Nacido en Chile, se sabe y se siente rama de un árbol que hunde sus raíces en España. Esta situación lo lleva a compartir amores y a hacer de él el representante más genuino del tipo de "hombre de la vereda de enfrente": en Chile llora por España, y en España, languidece por Chile. Hombre fronterizo, su lugar es el umbral, allí donde dos soles lo queman y lo hielan:

Cae el silencio, cae la triste noche esbelta
y abre sobre la nieve lejana las distancias.
El que regresa cuenta lo que ha perdido;
sólo tiembla por su deseo la llama que ha escapado.

(Arteche, 1953, p. 27)

Muchas de las cosas que dijimos acerca de la oposición tiempo/eternidad (ver No 7) tienen relación con ese Chile mirado desde España. Solitario, mira hacia la ausencia es el diario de un expatriado que pena y llora por su tierra. La afirmación no es gratuita. Un simple recorrido del índice del libro confirma lo dicho al entregarnos poemas tales como "Noche lejano, extraño es tu nombre", "Los rostros perdidos", "Infancia", "Recuerdo la ausencia de la noche", "Tierra perdurable", "Los días que la ausencia ha devorado", "Nocturno en la existencia", "Distancia dedos", "Un canto de partida", "Vagar y la tierra de nuevo", "Revivo la infancia en Irún", "Sólo queda el regreso", "Tajo, eras ayer", "Pasado que surge de la música".

La abundancia de las alusiones a las dos patrias nos exime de un mayor esfuerzo para probar lo dicho. A título de simple botón de muestra, sin embargo, recordemos algunos versos de "Tierra ausente, no has de volver jamás" (Ibid., p. 119s):

. . . . . . . . . . . . . . . . Preguntarás en vano,
porque eres un extranjero en el hogar de arena
que elegiste . . .
..........................Y ahora sólo el sueño
y la ausencia del tiempo tiemblan en tu garganta.
La prodigiosa, insondable, luz de Castilla surge,
brota desde la tarde y sin embargo vuelves
las memorias a inmensas cordilleras de nieve . . .
........................Y algo se mueve ahora
en la noche y recorre los corazones yertos,
y algo grita en salvaje, desconocido llanto,
el lenguaje de oscuras profecías. Y sientes la madrugada,
la inevitable y gloriosa y desierta madrugada.
¡Oh tierra, tierra ausente, no has de volver jamás!

Como prueba, pareciera suficiente. Pese a ello, estimamos oportuno detenernos en el último libro de poemas editado por Arteche -Noches. Nascimento, Santiago de Chile, 1975-, libro que aporta las indicaciones más reveladoras de la tensión que se deriva del hecho de estar tironeado por dos patrias.

Entre tierra y tierra no hay fronteras: hay mares. Ello significa la posibilidad de cruzar de un país a otro sin necesidad de cumplir otro trámite que el de dejarse arrastrar por esas aguas que bañan ambos litorales. En este contexto no ha de extrañarnos que poemas que se refieren a este vivir en las dos patrias lleven como título "Orillas" y "Mercedes de orilla a orilla". Veamos el primero:

ORILLAS

Aunque mis muertos no tengan historia,
aunque mis muertos españoles
(los que en América murieron)
hayan perdido allí su nombre y su pasado,
y aunque mi muerto padre
americano
sorbido fuera, sin noche y sin pasado
y para siempre por
nievemuerte y nievecordillera:
allá en la noche de un rincón de América.
Y aunque yo busque mi nombre
allá y aquí sin encontrarlos:
dime si eres tú mi nombre nuevo,

si no desaparezco en ti,
si en tus dos años
mis muertos vuelven a tener historia,
hijo nacido en español: Ignacio.

(Arteche, 1975, p. 18-19)

Todo el poema tiene una organicidad increíble que depende de lo sostenido del ritmo, principalmente, y de la temperatura poética, derivada de la polaridad España/América (Chile), allá/ aquí, nombre borrado/nuevo nombre, muertos sin historia/muertos que vuelven a tener historia. Se percibe el "punto de huida" que atrae poderosamente hacia un centro no expresado los diversos componentes del poema. Personajes, historias, sentimientos, frustraciones, esperanzas, juegos de palabras, sonoridades ritmos, interpelaciones, aliteraciones, paralelismos, todo, en una palabra, apunta hacia ese centro polar al que confluyen las contradictorias opciones afectivas de Arteche.

El segundo poema al cual hemos aludido tiene un corte menos comprometido con la peripecia personal. Dedicado a la pintora española Mercedes Gómez-Pablo, analiza contenidos y características de sus cuadros. Lo dicho no constituye mayor aporte al tema de las dos patrias, que estamos debatiendo, si no fuera por el inesperado alcance que cobra el color mediterráneo en los lienzos de la artista, que logra con "chilenas formas" dar cuerpo a la soledad hispana:

MERCEDES DE ORILLA A ORILLA

Esas que están allí son las visiones,
inmemoriales y crispados muros,
lívidos blancos, vetas desoladas
de rojos infernales, torbellinos
de agrios azules sobre negras puertas,
casas que plañen el volumen terco
de su orfandad sin fin multiplicada.

Y cuando su color muerde en los lienzos
edades de su sol mediterráneo,
mirad cómo su sangre se derrama
con temblores de sur, ved en su mano
cómo levanta con chilenas formas
toda la soledad que hay en España.

(Ibid., p. 67)

El libro Noches, del cual hemos tomado los dos poemas recién transcritos, incluye una tercera composición -"El Olmo" (Ibid. m pp. 109s)- que plantea el mismo problema en un nivel mucho más hondo. Se trata de una de esas meditaciones y búsquedas sin respuesta alas que Arteche nos tiene acostumbrados. La sinrazón aparente de la vida, el paso del tiempo, el fantasma de la muerte que ronda y la nostalgia instalada del país de origen -se tiene nostalgia de la patria en que se vive- son motivos que hieren la sensibilidad del poeta y, pese a sus esfuerzos redoblados, lo sumergen en un clima de dolorida nostalgia. El personaje referencia¡ del poema es un viejo olmo, réplica simbólica del poeta. Es "el olmo que conmigo envejece/bajo las mismas lunas" y que echa sus raíces en un jardín de España. Es esta raigambre en España de alguien -el olmo-Arteche- que adivina detrás de algunos lirios "la nieve de las montañas solas", lo que lleva al poeta a preguntarse cuál es en definitiva su patria:

Cuántas veces me dije si esta tierra era mía,
mío mi nacimiento: si será mía la muerte
que me toque en el juego, si su carta es lanzada
mañana en el pasado y no la ven mis ojos
mientras escribo ahora. Alguien me toca el hombro
y señala mi mano de medianoche:
tú serás el que escriba por mí, y yo seré el otro

(Ibid., p. 110)

Por encima de todas las evidencias, una respuesta empieza a imponerse desde el jardín de España-verde sur de Chile:

Aquí está mi país bajo los pies del mundo,
no allá donde estuvo mi sangre, si la sangre
pudiera rescatar a mis antepasados.
Aquí nací, y no allá, aunque otro mar me llame:
las olas de ese norte que vieron mis abuelos
y que en mi sueño vuelven. He de morir aquí,
perdida mi memoria, en tierra de mi tierra.

(Ibid.)

Un acto de voluntad -"quiero"- resuelve la ambigüedad que se deriva de estar dividido entre dos amores. Pero esta decisión no pone punto final al tironeo; "aquí nací . . . aunque otro mar me llame". España y Chile son, entonces, los nuevos nombres de aquellos viejos polos tensionados que descubrimos presentes ya desde las primeras páginas de este estudio y que volvieron a presentarse cada vez que se analizaba una nueva pareja de temas. Dentro del esquema inicial acordado, queda un último punto por analizar, referido éste no ya a dos países sino a dos visiones de América. Con ello se completa un ciclo de amplio registro, en el cual se ha revisado un repertorio no despreciable de temas que en Arteche tienen evidente relevancia. Queda para el paso siguiente la interpretación global de la poesía de nuestro autor a partir del fenómeno obsesivo ya señalado de la polaridad tensionada.

8.2. AMERICA-América

Otro Continente (Stgo. de Chile, 1957) constituye un buen punto de partida para una teoría de América. Se trata de un largo poema dividido en tres secciones: la ascensión, la tierra nueva, el regreso. En él se mezclan hilos de variado color y textura, lo que determina la aparición de dibujos de extraña factura. El fantasma referencial del poema mantiene sus rasgos voluntariamente velados por un esfumado que impide precisar el contorno del perfil del protagonista. A ratos, es la tropa marinera de Colón y, a ratos, el mismo Capitán los que toman la palabra o encabezan una reflexión sobre el continente americano. Pero entremedio está el hablante lírico, el indígena primitivo, el conquistador sombrío, el explotador que tala y quema los bosques, azota al esclavo y sólo se detiene ante la ciénaga. Todos ellos entran en la descontuyada danza americana, en la que árboles, ríos, montañas, caminos, ciudades, muros y pezuñas se dan la mano con diversos hombres de diversas épocas, y todos juntos, al impulso del huracán que desbarata, construyen la doble realidad de América.

Tratándose, como se trata, de un poema oscuro, no pretendemos apurar la exágesis hasta situaciones extremas. Existe el peligro cierto de extraviar el camino y anotar como clave lo que sólo es indicio. Hecha esta salvedad, existen, sin embargo, versos que entregan pistas dignas de ser registradas. Es el caso de los siguientes:

.....................¿Cuándo fuimos nosotros,
cuándo fuimos entonces, en el ayer?
.................................................De ayer
a hoy pasan mil años y mil años se hunden
en el oscuro pozo de un instante.
......................Las vidas
tienen en nuestras costas ancianidad de tiempo
y eternidad de infancia: y en el presente somos
hijos, frutos sin padre perdidos en las costas
roqueras del Pacífico:
......................Diariamente morimos
moviéndonos, viviéndonos en esta tierra donde
todo es extraño y solo.
................................Todo lo que sabemos
de tu matriz es esto: recuerdos de un momento
en qué te conocimos, y desde entonces otro
instante en que cambiaste y nos dejaste un rostro
distinto, nuevo. Entonces, ¿qué vamos a decirte,
si ya eres otra - ¡otra!- cuando apenas comienzas
a ser?

(Otro Continente, p. 26)

Esta capacidad proteica de ser la misma y otra hace de América un ente en conflicto consigo mismo y con sus habitantes. Existe una especie de conflagración permanente -la polaridad tensionada tantas veces aludida- que ubica en equidistancias antagónicas a las parejas tiempo/eternidad, ancianidad/infancia, filiación (frutos) /orfandad (sin padre), muerte/vida, un momento/ otro instante, comenzar a ser/ser otra. En la estrofa que comentamos, el poeta no se contenta con establecer las dicotomías señaladas, sino que hace de ellas la esencia de su mensaje poético. El hecho de reiterar siete veces el procedimiento nos alerta acerca de que el mensaje no llega tanto en vehículo de imágenes cuanto de estructuras recurrentes, que son, en definitiva, las que cargan con la responsabilidad de comunicar la sustancia más profunda de la poesía de Arteche.

Pero manteniéndonos todavía dentro de la órbita del largo poema que es el libro Otro Continente, con la llegada de Colón a América se bifurca en dos vertientes de contradictorio signo. Una -AMERICA- es la original, la primitiva, la empapada en sudores tropicales -tremedal, pestilente, vaho mefítico, nubes derrotadas, pantano profundo, hálito caliente, élitros espectrales, espaldas palúdicas contra el limo, garras sombrías que arañan selva, desierto, sabana y pampa (Ibid., pp. 26-27)-, al tiempo que la recorrida por ríos sollozantes, en cuyas riberas pastan "búfalos plateados", y la sobrevolada por la paloma que anida, jubilosa, en el Arbol (Ibid., p. 28). La otra -América- es la asesinada por llantos, gritos, yataganes, oro, tráfico oscuro, máquinas y fuego de "alas sulfúreas" y "rostros bestiales" que "clavan el beso de la ternura" (Ibid., p. 30). También es la que; al precio de perder las nieves "su transparencia aguda, sus varas de furores" (Ibid., p. 35) transforma en caminos la dirección del viento (Ibid.), se abre al espacio nuevo de los valles cultivados (Ibid., p. 37) y crece en calles, plazas, paredes, ventanas, casas, techos y ciudades (Ibid., pp. 38-40).

La historia del Continente está escindida en dos por obra y gracia del Gran Almirante, portador de "la palabra y los peces" (Ibid., p. 26), y de los "otros" que llegaron luego. Antes de Colón estaba AMERICA, que lograba conciliar desiertos y nieves antárticas. Después de él, el "hombre desconocido" que milita bajo "banderas sarnosas" logra "que la tierra desnuda y solitaria -américa, así, con minúsculas- se haga "más lejana aún, más solitaria, más terrible en su noche" (Ibid., p. 31). Queda, así, una vez más, de manifiesto ese "péndulo oscilante", esa "doble resonancia", "este aquí y ese allá de un conflicto no resuelto", que son los términos con que Arteche se refiere a la polaridad tensionada presente en cada uno de los párrafos anteriores y cuya clave conviene intentar desentrañar. (Cf. La extrañeza de ser americano, separata de la revista Atenea, No 395, Concepción, s/a.).

9. SINTESIS Y CONCLUSION

Como consecuencia de un recuento rápido del camino recorrido, conviene retener la afirmación siguiente: más que por temas organizados de un determinado modo, la poesía de Arteche se caracteriza por una estructura cuya clave es la contradicción. Como él mismo afirmara en alguna oportunidad, su poesía está hecha más de mareas que de peces. Los mitos (Orfeo/Dulcinea), las metáforas (río/mar), los personajes (el hombre/Cristo), los movimientos (viaje/llegada), las duraciones (tiempo/eternidad) y las patrias (Chile/España; AMERICA/América) son, dentro de la alegoría manejada por el poeta, los peces que pueblan el mar de su poesía. Ellos sirven como indicio de otros estudios oceanográficos más definitivos y profundos, como podrían ser los que se refieren a la dirección de las corrientes y ala fuerza de las mareas.

Hasta ahora, nuestro trabajo consistió principalmente en escoger, dentro de una variedad no despreciable de temas, los ejemplares más representativos, y organizarlos de acuerdo a categorías objetivamente comprobables. Pero este trabajo de clasificación terminaba siempre en la comprobación de que los individuos representativos de las diversas especies temáticas se agrupaban en torno a polos de distinto signo, entre los cuales circulaba una fuerza tensionada. Dicha fuerza, presente aunque no siempre verbalizada, constituía -esa era la hipótesis- un elemento nuevo en el cual se encontraba la máxima capacidad significativa de la poesía de Arteche. Establecido ya el hecho de la polaridad, lo que sigue constituye un esfuerzo por descifrar su contenido simbólico, objetivo hacia el cual apunta todo este estudio.

9.1. Estructura polarizada

Cuando hablamos de estructura polarizada no nos estamos refiriendo simplemente al cara o cruz de una opción poética, sino a que las cosas que pertenecen al mundo del autor son llevadas por una fuerza irresistible a inscribirse en una facción que es antagónica con la opuesta, de lo que se sigue la existencia de una corriente, las más de las veces invisible, que circula entre dichos polos. En esa corriente radica la fuerza que se desprende de la obra del poeta. Es, también, en esa "energeia" desencadenada donde se refugia el valor simbólico máximo de la poesía de Miguel Arteche. De lo dicho se desprende que no interesa tanto comprobar que el mundo está dividido en sombras y luces, sino que entre ambas situaciones hay una guerra declarada que nunca se define. Los ejércitos en pugna cobran relieve en la medida en que se entable entre ellos una acción bélica que los comprometa. El mundo de Arteche es, en este sentido, un verdadero tablero de ajedrez en el que se alinean las piezas blancas y negras, de cuyo desplazamiento se siguen estrategias, amenazas, retrocesos, enroques, capturas de peones, ataques y, a veces, un jaque mate:

Negro el Alfil contra la Dama blanca,
negro el Alfil apunta a la garganta
de la blanca Dama,
de la Dama blanca.

(Canción del Alfil negro y de la Dama blanca, poema inédito)

Distinta es la situación de las piezas de ajedrez antes de que el jugador abra la partida -allí se trata sólo de la yuxtaposición de figuras de colores distintos-, de cuando ya se ha iniciado el juego y de las piezas emana una fuerza real que presiona sobre el campo enemigo. En el caso del mundo polarizado de Arteche, se trata justamente del aliento y forcejeo que circula entre los bornes del imán o de la atracción que ejerce el polo sobre la aguja magnética. En este sentido, no es lo mismo colocar en casilleros opuestos a Cristo y a Don Quijote que trenzar a ambos en "hermosa lucha de amor, como el fuego con su aire" (Juan Ramón Jiménez). Es esta última situación la que define la polaridad tensionada de la poesía de Arteche.

9.2. Dualidad mítica

De reconocida importancia es el lugar que dentro del pensamiento mítico ocupa el misterio de la totalidad reflejado en la fórmula de la "coincidentia oppositorum".

Los comportamientos humanos dislocados buscan su réplica en símbolos, teorías, creencias, rituales orgiásticos, técnicas míticas de unión de contrarios, mitos del andrógino y ritos de androginación, que no son, en el fondo, sino un intento por resolver la antinomia planteada por lo humano, relativo e inmediato, al enfrentarse con lo divino, absoluto y trascendente. El divorcio existente entre ambas realidades se proyecta, de algún modo, en la vida diaria del hombre. En efecto, a nivel de experiencia directa, el hombre sólo tiene acceso a un conocimiento fragmentado de un mundo dividido y cruzado por tensiones y violencias. La aspiración de acceder a un nivel superior de vida y conocimiento lleva, casi necesariamente, a concebir la unidad primera originante como un huevo -el huevo cósmico- o una esfera compuesta de dos hemisferios simétricos que, unidos, sellan la totalidad divina, y, separados, explican la diversidad contenciosa del universo.

Un recorrido fugaz por diversas expresiones míticas ayudan a una mejor visión del problema en cuestión. La dualidad a la cual nos hemos referido es rastreable en primitivas concepciones iranias (Ormuz y Ahrimán) y en el pensamiento presistemático de la religión védica, que establece la ambivalencia divina en su doble forma graciosa y terrible (Devas y Asuras; dioses y demonios). Igual cosa ocurre con el combate entre el dragón y el héroe (relatos del próximo Oriente antiguo, Grecia y antiguos germánicos),o entre la serpiente y el águila (leyendas de Asia Central e Indonesia). Los ritos de integración y unificación totalizante practicados por los brahmanes, los sacrificios que buscan unir de nuevo lo que en algún momento fue disociado y las fórmulas religiosas del folklore europeo apuntan, de una u otra manera, a lo mismo. Pero quizás lo más destacable en esta línea sea el número importante de versiones del Andrógino mítico, personaje bisexuado cuyas huellas pueden ser vistas en Platón (El Banquete), en espítolas y evangelios apócrifos, en escritos de sectas agnósticas cristianas, en ciertas teorías filosóficas y principios defendidos por la alquimia medieval, en doctrinas teosóficas del siglo XVII y en obras del romanticismo alemán y del realismo francés. Estos y otros antecedentes no mencionados constituyen sobrado apoyo para probar la persistencia y universalidad de la concepción dual del mundo. (Cf. M. Eliade, 1969, p. 98s).

La dualidad a la que nos hemos referido es la condición degradada de una unidad primordial existente en el prestigioso origen de los comienzos anteriores al tiempo. En ese "entonces" reinaba la indiferenciación y la ambigüedad sexual, condición que en los tiempos históricos se renueva por medio de los ritos chamánicos, en los que el oficiante asume ambos sexos y hace presente, en la aberración, la unidad-totalidad de lo divino.

Al unir en un ser los dos sexos, se logra esa "coincidentia oppositorum" postulada por el pensamiento mítico como fórmula para restituir el mundo fragmentado a la unidad de su origen. Pero este esfuerzo de los antiguos, que se repite una y mil veces en distintas épocas y latitudes, no sólo refleja el propósito humano de elaborar una imagen coherente del mundo, sino que constituye el testimonio de la insatisfacción del hombre cuando toma conciencia de su situación real -de alguna manera asociada a una pérdida y a una caída-, conciencia que lo lleva a postular arraigo, pertenencia, inserción y unidad en un mundo que ha fundido sus fragmentos en la totalidad reconstituida, y en un Dios en quien los opuestos se reconcilian (Ibid., p. 155). En palabras de Mircea Eliade, "es el deseo de recobrar esta unidad perdida lo que empuja al hombre a concebir los opuestos como los aspectos complementarios de una realidad única . . . A nivel de pensamiento presistemático, el misterio de la totalidad traduce el esfuerzo del hombre por acceder a una perspectiva desde la cual los contrarios se anulen" (Ibid., p. 156).

Esta última frase nos devuelve, después de un largo excurso, al tema de Arteche, que es lo que más nos preocupa. Los poemas "La Encantada" (Cf. Párrafo 3.2.) y "Satisfaciendo agravios" (Cf. Párrafo 5.2.) constituyen ejemplos clarísimos de esta voluntad de reducir a unidad lo que en los hechos se presenta escindido en dos. Existiendo la posibilidad -ya demostrada- de visualizar la producción poética de Arteche como un juego pendular permanente entre dos situaciones polares, la dimensión mítica de la unidad de los contrarios -unida a la noción de caída y pecado, subyacente en la crispada vivencia cristiana del autor- puede ser esgrimida como la clave explicatoria de su poesía. Desde esta perspectiva, se comprende mejor que la poesía religiosa de Arteche tenga un fuerte sabor a Semana Santa en Sevilla, en la que se llora el suplicio que Cristo debe soportar en pago de nuestros pecados. Pero lo dicho sirve también para dimensionar la polaridad de dos realidades que buscan fusionarse en una unidad totalizadora, la "coincidentia oppositorum" ya señalada:

Cristo, cerviz de noche . . .
No sé cómo llamarte ni qué nombre
te voy a dar, si somos sólo un hombre
los dos en este viernes de tu nada

(GOLGOTA, Manuscr., p. 9)

El mundo dividido que busca la unidad encuentra su correlato en el hombre separado de su Dios. Herido en lo más profundo, el hombre persigue restablecer las relaciones rotas en la muerte unificante de Cristo. Es éste, nos parece, uno de los resortes más profundos que explican la poesía de Arteche, dividida como está en una fase luminosa y en otra, nocturna, de las cosas.

9.3. Dualidad psicológica

La psicología se plantea, en varías instancias, el desdoblamiento que se produce en la personalidad del hombre como resultado del juego de mecanismos psíquicos de distinta índole. Sin entrar a los casos patológicos de la alteración del yo (S. Nacht, 1958, p. 199s), como podrían ser los delirios de interpretación, que falsifican al sujeto que intenta atenuar la contradicción existente entre la idea delirante y el funcionamiento lógico del pensamiento, y la escisión del yo, en virtud de la cual coexisten dos actitudes psíquicas frente a la realidad -una que la acepta y otra que la niega (O. Laplanche, ).8. Pontalís, 1979, p. 125)-, conviene recordar ciertos conceptos que, aplicados al caso de Arteche, podrían aportar claves para explicar la polaridad que estructura su poesía.

Uno de estos conceptos es el de la ambivalencia. Ella supone, más que la ambigüedad o fluctuación veleidosa del afecto, la presencia simultánea de tendencias o sentimientos opuestos referidos a un mismo objeto. Dicha ambivalencia, que puede ser también de tipo volitivo o afectivo, reviste, en el ámbito de la poesía de Arteche, un carácter marcadamente intelectual según el cual ciertos enunciados son rectificados sobre la marcha por proposiciones contrarias, lo que da origen a un conflicto no siempre resuelto por la dialéctica en juego. Recorriendo algunas páginas de un ensayo ya citado del poeta -"La extrañeza de ser americano"- en el que se analiza la posición crucial -en el sentido de cruz y cruce- que caracteriza al hombre americano, nos encontramos con afirmaciones tales como "sabemos que la nostalgia . . . es algo más que una nostalgia sentimental: es el debatirse del hombre que comienza a sentir su dualidad de americano en forma trágica . . . , eterno pendular -polos dei allá europeo y del aquí americano- (que) vuelven a merodear en la memoria como un resentimiento". (Ibid., p. 114). En otros lugares habla de "un espíritu sacudido por la sangre encontrada de sus antepasados" (Ibid., p. 102), o de ese "tengo que dividir el río que se me viene encima en dos grandes meandros" (Ibid., p. 105), o de aquel husmear "algo que se encuentra allí, que ya no pertenece a él y que, sin embargo; es de él" (Ibid., p. 108). Todas estas citas apuntan al mismo interés de tipificar la división instalada en lo más profundo del hombre y a subrayar el conflicto que se desencadena entre las partes del todo, conflicto que hemos designado con el nombre de polaridad tensionada.

Otro concepto que la psicología esgrime para explicar las estructuras básicas de la vida psíquica -y que, estimamos, puede ser referido al caso de Arteche- es el de "conflicto psíquico", que "a nivel tópico, se plantea como conflicto entre sistemas e instancias, y a nivel económico-dinámico, como conflicto entre pulsiones (Laplanche, Pontalis, Op. Cit., p. 76). En estos niveles juegan la dualidad del principio de placer y el principio de realidad y las pulsiones inarmónicas que establecen un conflicto de intereses entre el deseo y la prohibición (Ibid., pp, 76s y 280s). Frente a lo dicho, estimamos conveniente no avanzar más en una línea que escapa a nuestras posibilidades concretas y que implicaría un riesgo interpretativo real. Bástenos simplemente dejar enunciado el problema y adelantar la hipótesis de que la poesía de Arteche de alguna manera circula por los ámbitos señalados y que la polaridad tensionada que la caracteriza tiene subterráneos contactos con los niveles pendulares arriba descritos.

Un tercer punto de referencia que aporta la psicología y que quisiéramos destacar es el que se refiere a la asignación de las categorías de "bueno" y "malo" a un mismo objeto, el que se convertiría en el punto referencia] de la dualidad de las pulsiones de vida y muerte. El hecho de que un mismo objeto sea visualizado simultáneamente desde una doble perspectiva hace de éste un ente ambiguo que origina en el sujeto cognescente un estado de ansiedad psíquica, propia de las situaciones ambivalentes. Esta ansiedad es contrarrestada "desde un principio por el mecanismo de escisión del objeto -en objeto "bueno" y objeto "malo"-- y de los efectos relativos al mismo"(Laplanche, Pantalis, Op. Cit., p. 275). Como consecuencia de lo dicho, el sujeto proyecta en los objetos los rasgos de justificación y persecución -acogida y rechazo-, con lo que dichos objetos asumen una condición dicotomizada, similar a la que hemos detectado en las estructuras temáticas de Arteche.

No pretendemos que los aspectos de dualidad psíquica señalados en este acápite se apliquen sin más al caso del poeta que estamos analizando. Lo que sí interesa es recordar que la visión dual de la realidad no es sólo una nota característica del objeto, sino que también corresponde a estructuras psíquicas del sujeto. Este hecho permite postular concomitancias entre la realidad exterior conocida y la naturaleza interna del sujeto cognoscente, concomitancias que, pensamos, están presentes en Arteche y en su poesía. Lo dicho, sin embargo, debe complementarse con la observación de que si bien es cierto existe una dualidad manifiesta en el mundo visto o creado por nuestro poeta, dicha dualidad se resuelve -al menos en algunas ocasiones-en una zona en la que los polos opuestos se superponen hasta el punto de identificarse. Es el caso del poema "Satisfaciendo agravios", en el que las figuras de Cristo y el Quijote se confunden, y el de otros poemas analizados en este estudio:

¡La hora, por favor, dígame, dígame el tiempo
para rodar cantando, apretados, mordiendo,
para rodar los dos en una sola muerte!

(Arteche, 1953, p. 81)

9.4. Mito personal de Arteche

Con este punto entramos a la fase final de nuestro estudio, situación que hace aconsejable una mirada de conjunto del camino recorrido.

El primer paso lo constituyó una lectura detenida de algunas de sus obras más significativas. De dicha lectura se desprendió el registro de una variedad de temas -mitos, metáforas, personajes, movimientos, duraciones, patrias- cuya característica más importante era la de organizarse atendiendo a un esquema dual -Orfeo/ Dulcinea, río/mar, Quijote/Cristo, viaje/llegada, tiempo/eternidad, Chile/España, AMERICA/América.

El segundo paso consistió en detectar detrás de esta organización bimembre una estructura de polaridad tensionada, en la que la presentación pendular de los temas dejaba al descubierto una fuerza -"energeia"- que discurría entre los polos confrontados. Quedaba, así, de manifiesto que la dualidad con la que trabaja Arteche no era un simple recurso retórico, sino el expediente para desencadenar una fuerza en la cual se concentraba la máxima potencialidad significativa de su poesía.

El tercer paso implicó la constatación de que la estructura de polaridad tensionada era estable y recurrente, y se refería a épocas y temas distintos dentro de la producción total de nuestro autor. Esta condición obsesiva de la polaridad insinúa la presencia de un factor inconsciente -mito, arquetipo o simple reflejo de la condición psicológica del autor- que se hace presente no tanto en los temas cuanto en la mencionada estructura polar cada vez que determinadas circunstancias presionan sobre el poeta y provocan en él estados angustiosos que buscan equilibrio por la vía de un fantasma poético compensatorio.

Este hecho -se trata ya del cuarto paso- nos llevó a buscar claves de interpretación de la poesía de Arteche en la tradición mítica que habla de la unidad primordial degradada en dos entes contrarios, que buscan retornar a la unidad-totalidad de los orígenes a través del encuentro de los antagonistas, la famosa "coincidentia oppositorum" de la cual se habló en el párrafo 9.2. La exposición de este tema nos obligó a tocar de pasada el misterio de la gracia y el pecado trabajando al interior del hombre y dejando al descubierto la dolorosa dicotomía del "homo viator". Pensamos que la poesía de Arteche mantiene sólidos contactos con lo mítico y con lo religioso y que en ambas vertientes es posible rastrear un código hermenéutico válido para la interpretación de su obra.

Paralelamente a lo anotado, se estudió la posibilidad de completar las hipótesis interpretativas con los datos que un análisis psicológico del problema podría aportar. En esta línea ambivalencia -concepto que supone la presencia simultánea de tendencias o sentimientos opuestos referidos a un mismo objeto-, el conflicto psíquico -choque de sistemas, instancias o pulsiones- y la división de los objetos en buenos y malos -dicotomía cuyo correlato es el sentimiento de acogida o rechazo- aparecen como instancias que ciertamente están presentes en la poesía de Arteche y que, una vez detectadas, explican zonas tan importantes como son la dualidad y la polaridad tensionada alas que tantas veces hemos aludido.

El último paso -el quinto dentro del esquema que hemos adoptado- refunde los pasos anteriores en una fórmula sintética y los proyecta a lo que pareciera, a estas alturas, ser el resorte explicativo más hondo de la poesía de Arteche.

La vida psíquica supone una relación permanente entre el mundo exterior y el mundo interior del sujeto. Los objetos exteriores son interiorizados y las imágenes internas, especialmente las conflictivas y las dotadas de fuerte carga emocional, son proyectadas hacia la realidad objetiva. Este flujo de intercambios recíprocos está al origen de la estructura psíquica del hombre. Dicha estructura desencadena determinados procesos psíquicos -sentimientos, temores, fobias, complejos- que buscan ser traducidos a una cierta imagen que, en definitiva, constituye el mito personal de un individuo. Pero al hablar de procesos estamos aludiendo a categorías dinámicas que implican las nociones de origen, evolución, desarrollo e historia: en otras palabras, tiempo y duración. Los hechos psíquicos se articulan de acuerdo a una cronología coherente, que relaciona la persistencia de ciertas estructuras y figuras imaginativas con la duración de los procesos inconscientes y con los acontecimientos biográficos del autor. El mito personal, las estructuras psíquicas y la vida del poeta son tres instancias que se desenvuelven en el tiempo y se vinculan entre sí por vía de resonancias, que son las reacciones vibratorias de un cuerpo psíquico ante la frecuencia impuesta por su vecino. En este sentido, lo que ocurra a nivel de episodio de vida influye en la formación de la estructura psíquica y en las configuraciones imaginativas míticas en las que se expresan los procesos psíquicos derivados.

En el caso de Arteche, el hecho de no haber conocido a su padre, muerto prematuramente, y el haber parcialmente sustituido la imagen paterna por la del tío, cura y vasco, ciertamente condiciona mecanismos de reacción psíquica que no habrían sido los mismos si la vida familiar del poeta no se hubiera visto alterada por el mencionado accidente.

Luego, un puñado de recuerdos que vuelven obsesivamente a la memoria del poeta, como "el reloj de pared que mojaba toda la casa" (Arteche, 1975, p. 96), el olor de los tilos, los viajes de punta a punta del país -de Nueva Imperial a Antofagasta-, las noches de Los Angeles, provincia que es refugio al tiempo que terror alucinante (]bid., p. 99) -oscilación pendular-, la lluvia, el viento, las sombras de un ciprés, los queltehues, "las hortensias de la casa parroquial" (Ibid.), el hombre-lobo que lo acosa desde la pantalla del cine -"El Hombre Lobo quiere convertirse en Niño/ /bajo la luna llena" (Ibid., p. 100), nueva versión de la polaridad tensionada-, esa "presencia" de una "cosa" tenebrosa que "atisbaba sobre mi hombro" y que resurge treinta y siete años más tarde en un poema -"esa nada que se llama miedo" (Ibid., p. 102-, la gran Biblia ilustrada por Doré, el infierno de la Divina Comedia, el "metal impostor" de Robinson Crusoe, el terremoto del 39, los tangos de Gardel, el dragón de San Miguel en el altar de la iglesia, las misas tempraneras en la parroquia del tío, la primera comunión, la bicicleta y el amigo epiléptico y sus ataques. Y de allí a la despensa, al río, al mar, la fuente de la plaza de Santa Bárbara, nuevos libros, los partidos de fútbol, el ajedrez, la conquista de Granada, Ulises, la gallina muerta, "la casa que se estremece bajo la lluvia" (Ibid., p. 116), el correo, la pluma-fuente del tío cura, el tío Modesto de Temuco, los bolos del Centro español, la Semana Santa y sus matracas y los eternos cuentos de vasconia, sus lluvias, su campo siempre verde, sus caseríos blancos.

De esta peripecia infantil se rescatan ciertas líneas de fuerza cuya importancia conviene destacar. La orfandad, en primer término, y la figura sustitutiva de tíos vascos, lo que en definitiva implica dos hogares, dos amores, dos nostalgias. Luego, el mundo religioso a la sombra de la sacristía y de la iglesia, con sus dragones y sanmigueles -pecado y gracia-, el arraigo de ciertas vivencias imborrables -la provincia, sus lluvias y terrores- y el conflicto de patrias encontradas, detonante de futuros conflictos de arraigo y desarraigo:

Con el agua el niño entra en su microcosmos, en un rincón secreto, que sólo él conoce: su tío Modesto le ha contado que allá, en Vasconia, las tormentas son de órdago, que siempre está lloviendo, que la tierra es verde y los caseríos blancos, y el niño piensa cuándo podrá pisar esa tierra, que no es la suya pero a la cual lleva muy adentro, como la tierra de Los Ángeles, que es su patria. Porque para el niño no hay más patria que la de su infancia, que sabe es muy larga, muy flaca, con muy poca cintura. (. . .) Y la tierra de la patria, para el niño, es la lluvia de la infancia: su intimidad, la de él, quizá esa botella que yace enterrada, a la cual jamás regresará, ese rincón que nunca volverá a descubrir salvo cuando, muchos años más tarde, allá, en Santiago, escriba versos sabiendo que él, y sólo él, es el perpetuo descubridor de ese tesoro, de esa riqueza inagotable; la de los ángeles de su infancia . . .

(Ibid., p. 120)

Los episodios vitales determinan una modalidad de funcionamiento psíquico que se prolonga más allá del hecho exterior, lo que a su vez explica el que ciertas conformaciones imaginativas -asociaciones, metáforas y estructuras obsesivas- vuelvan a emerger periódicamente en dependencia de la intensidad de la resonancia interior y de la presencia de nuevas situaciones irritantes que, de algún modo, evocan y replantean el problema inicial. El doble mundo infantil de Arteche -dos hogares, la vivencia religiosa de un mundo dividido en buenos y malos, las dos patrias que entrañan y destierran- aporta lo suyo a la conformación de una estructura psíquica determinada, cuya característica más visible -o más sensible- es la irritabilidad que se experimenta frente a un cuerpo extraño, como es la visión escindida del mundo, el que al modo de una quemadura ardiente, bloquea y compromete el equilibrio de los procesos psíquicos. Expresión de este encrespamiento interior es, justamente, el fantasma de la unidad destruida del mundo -la fase disociada del mito del Andrógino-, cuya versión literaria inconsciente, obsesiva y reiterativa es la estructura bipolar tensionada.

Se cierra, así, un ciclo de secuencias causales que vincula estrechamente vida, estructura psíquica, mito personal y expresión literaria. El proceso que se inicia con los primeros años de vida y culmina con el texto literario, en el caso de Arteche privilegia especialmente el tema de la partición del mundo. Pero este tema tiene, a su vez, dos vertientes. La primera, plantea entre las partes una escisión tajante, divorcio que descarta el encuentro en una posición intermedia de compromiso. Allí todo es confrontación pura en la que subsiste una oscura nostalgia por la unidad, pero en la que los términos divergentes son de tal naturaleza que cualquier intento de reconciliación está condenado al fracaso. Esta primera versión del tema se encarna de preferencia en el ámbito de América, la que está dividida en sí misma por una doble fractura: la esterilidad indígena por vasallaje y el desarraigo criollo por desconexión con la Península. Ello explica el que el americano "tenga algo en común con un solitario animal que se mueve a través de la oscuridad, tratando de buscar su alma perdida" (Spender, citado por Arteche, "La extrañeza de ser americano", p. 107):

Creo, por lo contrario, que la "escondida realidad" de América (así han calado en ella hombres como Wolfe y Mac-Leish) es la única realidad que deberíamos sacar a flor de agua para tomarla por los pitones, y así lo hizo César Vallejo, a través de la profundidad de sus estremecedores versos, donde se asiste al drama de un espíritu sacudido por la sangre encontrada de sus antepasados (el quechua y el español): los dos polos entre los que se ha movido y se moverá todo americano, esté o no investido del cruce racial, porque ese cruce entra, antes que nada, y por encima de todo, en la categoría del espíritu. ("La extrañeza . . .", p. 102).

La segunda vertiente de la partición del mundo presenta la misma contradicción entre dos realidades que se excluyen, pero ubica esta confrontación dentro de un sistema dialéctico, que agrega, a la tesis y antítesis, la síntesis de los términos contrarios. Esta síntesis la vemos en el caso de los personajes polarizados Quijote/ Cristo, y, en términos más explícitos, en este hermoso poema, con el que ponemos fin a nuestro estudio:

BIENAVENTURADO PORQUE
ABRIO UNA PUERTA

Bienaventurado porque abrió una puerta en el hombre,
se asomó a su oscuridad y vio que no era buena.
Bienaventurado porque entonces abrió otra puerta,
y por las dos puertas entró la luz, y no dejó que la luz se retirara.
Bienaventurado porque al hacer la luz y unir las dos puertas
nos dio la eternidad de ser dos y ser uno
y estar iluminados para siempre.

(Noches, p. 42)

Es en la dimensión de las Bienaventuranzas y en el ámbito del amor donde el conflicto se resuelve. Si América quiere rescatarse a sí misma debe reconocer su doble origen y, sin renunciar a ninguna, buscar la síntesis de luz que brota de sus dos raíces, como lo han hecho Vallejo, la Mistral y Neruda, como lo insinúa Arteche.

 

(Arteche. Fuga a dos voces. Santiago, Departamento de Estética, Facultad de Filosofía, Pontificia Universidad Católica de Chile, 1987.)

 

Sitio desarrollado por SISIB y Facultad de Filosofía y Humanidades - Universidad de Chile